Cuando una noche llegué tarde al salón de
clases, se leía en voz alta un texto que el grupo de alumnos escuchaba en
silencio. Terminaba el día con desánimo pero bastó poco para que la reflexión
de este escritor europeo, a quien me
parecía que leían, llamara de inmediato mi atención. Me agradaba la naturalidad
de su lenguaje refinado, la complicidad que creaba su ironía elegante y el
desapego de quien parecía haber frecuentado desde siempre la profundidad de la
historia, la pintura, la música y la literatura de toda la tradición
occidental. Sobre todo me deslumbraba la desenvoltura de su agudeza con la que
no escatimaba objeciones críticas ni perdía la fascinación por el mundo que
comentaba. Alguien inmerso en una realidad diversa y compleja tenía la lucidez
de distanciarse de esa realidad para juzgarla: sentí la fuerza de la visión de
un escritor contemporáneo, y desde entonces me propuse indagar con avidez sobre
sus libros. Fue una inesperada revelación saber que el autor de esas páginas
era José Carlos Mariátegui quien a sus treinta años, y en el periodo intenso de
su estadía en Italia, había escrito una de las crónicas más bellas y lúcidas
sobre el encanto que ejerce “El paisaje italiano”, como se titulaba la crónica
que esa noche leían, y que luego pude hallar entre la recopilación de sus
artículos de El alma matinal y otras
estaciones del hombre de hoy (1950), aparecidos antes en las revistas Variedades, Mundial y Amauta entre
1924 y 1928.
En esta crónica, Mariátegui confiesa su
deseo de ver las ciudades de Italia sin la influencia de la literatura o “la
lente ambigua y capciosa de la erudición”, sino solo auxiliado con la limpieza
de su mirada, porque según Mariátegui sobre la “Italia verdadera” se desborda
otra “Italia artificial” que convierte a los paisajes naturales en escenarios ilustres
y prestigiados e inclina a sus habitantes a la teatralidad de los gestos. Este
paisaje artificial ha sido construido por la herencia de la cultura secular
italiana que deja en su topografía las huellas de sus acontecimientos
históricos; y esta teatralidad es motivada, no por la determinación de su
geografía, sino por la gran consciencia que tienen sus ciudadanos del papel
fundamental que cumplen estos acontecimientos en la tradición occidental. De
manera que solo los espacios inhollados y agrestes son lugares no “deformados”
que pueden vivirse en su plena desnudez, sin historia ni tradición. Pero,
aunque Mariátegui dice tener éxito en su cercanía a esta realidad esencial, la
experiencia nunca se manifiesta en la descripción de sus impresiones, y en
realidad su prosa terminará siempre registrando la seducción de las sombras históricas
que emergen en sus caminatas por el centro de Roma y aún en los jardines y paisajes
campestres del norte de Italia.
En una venta rústica de Pavía —donde medraban gansos y pollos y
donde me detuve un día, camino de la Cartuja, a almorzar gustosa y parvamente—
merodeaba, de un modo demasiado ostensible, la sombra de Francisco I. En la
villa de Frascati, donde una primavera reposé de mis andanzas, en una estancia
con frescos de la escuela del Dominicchino duraba el recuerdo de la visita de
un príncipe de Borghese o de un cardenal Ludovisi. En el parque de la villa,
bajo los olivos, en el sitio donde yo gustaba de leer a Francis Jammes o a
Pascoli, ¿quién podía garantizarme que no hubiese discurrido, siglos atrás,
Marco Tulio Cicerón?
La estadía en Italia fue para Mariátegui
el acendramiento de su madurez creativa, la amplitud de su cultura y la solidez
de su visión social, política y artística; y este peso gravitante de la
trascendencia de la cultura sobre el paisaje italiano, que observa en su
crónica de 1925, dominará también el argumento de su breve libro La novela y la vida. Sigfrido y el profesor Canella –que
terminó de escribir en 1930, y que solo aparecerá póstumamente en 1955–, a tal
punto que son las ciudades, Verona y Turín, y la particular tradición cultural
que ellas convocan, las que indicarán los ejes en los que se sustenta la
densidad del argumento y el carácter del destino hacia donde deben tender los
personajes. El libro de Mariátegui recoge el argumento de un sonado caso
judicial que suscitó gran atención en la Italia de inicios del siglo XX. El
suceso intricaba de manera tan sugerente e inverosímil la realidad y la ficción
que inspirará a Jean Giraudoux el
argumento de su novela Siegfried et le Limousin (1922), del que
Mariátegui toma el nombre (y aún pone como ejemplo) para acentuar la conjunción
entre la novela y la vida.
La historia de Mariátegui se centrará en los
dos personajes masculinos que reúne el proceso judicial, hombres de mediana
edad y humanistas de gran similitud física: el profesor Giulio Canella, educado
en el clasicismo, y el tipógrafo Mario Bruneri, de convicciones marxistas,
quienes se enrolarán, sin conocerse, en el mismo regimiento para combatir en la
Primera Guerra Mundial en cuyas
trincheras verán confundidas sus identidades debido a una explosión. Solo uno
sobrevivirá sin memoria y será reclamado, pasados los años, en los tribunales
fascistas de Mussolini, por dos esposas que no desean abandonar a quien creen
su auténtico marido.
Resulta evidente que, al hacerlo el
verdadero sobreviviente, el narrador privilegia la verdad del profesor Giulio
Canella (aún dice haberlo visto en el foro romano disertando las ideas de Adriano Tilgher) y lo sitúa como el
punto real de la confusión desde el cual realizará el cotejo con la vida de su
doble, al que contrapone, para interpretar los distintos matices que delinean
la búsqueda de la propia identidad. Este ejercicio de dilucidación, basado en
el contrapunto de personajes, avanzará además con el fraseo de ritmo clásico
que producen los frecuentes paralelismos, las frases simétricas y contrapuestas
–tan características en la prosa Mariátegui–, y la fortuna de las
construcciones sentenciosas con las que inicia cada capítulo. Son frecuentes
también las imágenes que irá interpolando por momentos, a lo largo del texto,
que atemperan la densidad de sus referencias. Cuando menciona la fragilidad de
la convalecencia del profesor Canella y su vaga extrañeza al encontrarse en una
realidad ajena, el narrador anotará: “El náufrago no elige la playa a la que
arriba, después de haber luchado toda una noche con las olas”. Y del proceso de
la búsqueda de la propia y verdadera imagen, mencionará: “Canella no perseguía
sino su equilibrio moral y doméstico. Era un escolástico que, caído en el
error, se encamina de nuevo hacia la verdad, atravesando el territorio
accidentado de la tentación”. Y de manera más elaborada: “En la adopción de la
personalidad y la esposa de Mario Bruneri, Canella había avanzado con la
lentitud del que sube una cuesta cuya gradiente y cuya altura no le son
familiares; en su restitución a su personalidad y su esposa propias, avanzaba,
en cambio, con la velocidad del que desciende de una montaña, por cuyos
declives ha resbalado una gran parte de su vida”.
En una encuesta de la revista Variedades de 1926, titulada con la
pregunta “¿Cómo escribe usted?”, Mariátegui había adelantado ya el espíritu
clásico, la mesura y la proporción de su método de trabajo: “Me preocupa mucho
el orden en la exposición. Me preocupa más todavía la expresión de las ideas y
las cosas en fórmulas concisas y precisas. Detesto la ampulosidad. Expurgo mis
cuartillas tanto como me lo permite el vicio de escribir a última hora. Procuro
tener, antes de ponerme a escribir, un itinerario mental de mi trabajo”. Y en
este empaque clásico Mariátegui fusionará “la novela corta, el ensayo, el cuento,
la crónica, la ficción y realidad”, como define a este libro en una carta a su
amigo argentino Enrique Espinoza. Y es verdad que el texto avanza rebasando y a
la vez circunscribiendo su discurso en estos distintos géneros, porque se las
irá ingeniando para no perder el hilo lógico y meditado del ensayo, la
actualidad y la interpretación de la crónica y la suposición conjetural de la
ficción narrativa, en donde lo que va sosteniendo la exposición será, como
indicaba Barthes, el placer de una escritura que irá convocando con pertinencia
diversas referencias culturales.
Dueño de estas armas formales, el narrador
irá auscultando con penetración sicológica el “impulso centrífugo” que
provocará las sucesivas “evasiones” que explican el comportamiento del profesor
Canella. Pero así como privilegia la búsqueda de uno de los personajes,
resaltará también la espera de su paciente y fiel esposa quien, durante once
años, aguardará con esperanza las noticias de su esposo desaparecido. En
“Italia, el amor y la tragedia personal” (1920), uno de los artículos de Cartas de Italia (1969) escritos en
Florencia, Mariátegui hará mención a la
fidelidad de esta pasión italiana que tiende a los amores trágicos y
desesperados, pero también a los heroísmos de los amores eternos porque, dirá
Mariátegui, el alma italiana “suele ver en un amor el principio y el fin de sus
vidas”. No sorprenderá por eso que, en el argumento, la heroína de este libro
sea la esposa del profesor Canella, muchacha venida de un paisaje brasileño,
“con vagas reminiscencias de floresta virgen”, que termina impregnándose de lo
más característico de la pasión veronesa hasta situarse como emblema del amor
italiano, constante y fervoroso. Quizá lo mismo pueda decirse de las visiones
de un joven Mariátegui que, como afirma Estuardo Núñez, experimentó como pocos
viajeros el influjo de la cultura italiana.
Recuerdo que al final de su crónica sobre
“El paisaje italiano” Mariátegui señalaba que las guías turísticas alteraban el
“sabor natural” del paisaje que el paseante pretendía disfrutar, y concluía
afirmando: “Pero me parece honrado declarar que la salsa Baedeker es, para un
turista burgués y prudente, la más digestiva”. Resulta interesante que la
cordial ironía de Mariátegui haga referencia a las guías Baedeker, de gran
popularidad en el siglo XIX, que contenían descripciones y señalaban hitos
culturales en el mapa de las ciudades tradicionales y antiguas para guiar los viajes que realizaban los turistas.
Porque, a pesar de la inicial simpatía de Mariátegui por el futurismo, que
proclamaba la destrucción de los museos, bibliotecas y la muerte del “Claro de
Luna” (aunque nunca compartió estas formulaciones), y de su frecuente elogio
del “suprarrealismo” (al que entendió sesgadamente como el anuncio de una
narrativa realista), la creación de Mariátegui se orientaba, más que en las
apuestas por las experimentaciones formales de la época, por la empatía ante la
audacia, la rebeldía y la libertad de las actitudes vanguardistas; por eso, la
experimentación formal se adecuaba mejor a su actitud vanguardista dentro de
las formas clásicas. Y su disposición ante el universo europeo-italiano es, en
ese sentido, similar al que impulsó a Rubén Darío a apropiarse de las figuras
señaladas en los mapas culturales que Occidente desechaba, para conformar una
poética que no solo tendía hacia un afán exótico sino que avanzaba enmarcado en
nuevos e inusuales ritmos. La diferencia con Mariátegui radica en que asume
esta fascinación a la vez como una distancia. Al declararse un turista con un Baedeker,
está señalando su transitoriedad, la artificialidad de su visión y los límites
fluctuantes desde donde escribe con el fervor y la lucidez de quien se sabe
dentro y fuera de una cultura. Es lo que, dos años después de esta exploración
de Mariátegui, plantea Jorge Luis Borges en sus sugerentes reflexiones de “La tradición y el escritor argentino”
(1932): el privilegio de los sudamericanos de asumir para su literatura
cualquier tema de toda la tradición occidental a la que pertenecemos pero a la
que podemos ver también desde afuera.
Sigfrido y el
profesor Canella o
La novela y la vida, el breve y
significativo libro de José Carlos Mariátegui, retrata, a través de sus
personajes, el impacto que se produce después de una guerra, la huída a la que
se sienten impelidos al no encajar en los parámetros de un nuevo orden, pero,
sobre todo, la búsqueda de identidad de un personaje sin memoria que ha sido la
búsqueda de la estética propia de José Carlos Mariátegui quien (apena aceptar
que ya no podremos saberlo), hubiera podido quizá continuar dirigiendo su
escritura por los rumbos que deja entrever este último y entrañable libro.
Mariátegui fue un escritor que se negó a planear de antemano la estructura de
un libro orgánico con sus reflexiones, por esperar que el azar y la
espontaneidad les dieran un orden que su escritura quisiera luego seguir. Esa
predisposición de su espíritu revela no solo su perenne ánimo iconoclasta sino
también la superstición de su innegable intuición de artista. La gran altura de
su talento nos ha legado la frescura de sus impresiones vivificantes que,
aunque tal vez no haya sido importante mencionarlo, restallaron una noche en el
cuerpo de quien ingresa con desgano a un salón de clases y que desde entonces
agradece el recuerdo de sus visiones inmarcesibles.
José Carlos Mariátegui. La novela y la vida. Sigfrido y el profesor Canella. Lima:
Editorial Ínfima, 2013.