miércoles, 31 de enero de 2018



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domingo, 13 de agosto de 2017

Comprender lo informe


Cuando nos conocimos vivíamos cerca pero raras veces coincidíamos. Manteníamos una cercanía intermitente y afectuosa hasta que luego de su viaje a Holanda recibí una carta suya. Era una carta de sobre largo que contenía un papel granulado y letras entrañables. Desde entonces intensificamos nuestra amistad sincera y sin dobleces. Intercambiamos cartas, a la manera tradicional, que demoraban en llegar. Durante meses, conversábamos largamente por teléfono mientras Lenka realizaba sus quehaceres domésticos. Nos confiábamos algunos pesares, nuestros planes y aspiraciones. Planeamos hacer un corto, con actores, locaciones, una historia misteriosa e intricada. Me enviaba fotos de su paseo por un bosque que realizaba con una bicicleta porque era el escenario de una de estas historias. Así ingresó a mi familia con la naturalidad de su andar entre árboles. Conversamos mucho y, mientras la escuchaba, pensaba para mí en el brillo especial de su talento, también en su desapegado, que me alarmaba, pues otorgaba belleza al mundo sin que sus manos las reclamaran. Aún guardo una plaqueta con un relato que nos repartió la noche que realizó una performance vestida con tules blancos como un ángel; también sus dibujos sobre los cuales planeaba escribir unos relatos y cuyo permiso nunca me concedió ni negó preocupada como estaba por transitar el mundo. Hablábamos de nuestro cortometraje. Debíamos escribir y enviarnos nuestros avances, pero esta vez me tocó a mí incumplir los plazos, en parte porque fui intuyendo que mi ánimo cansino trabaría la frescura y soltura con la que ella escribía, de manera que terminó volviéndose suyo el proyecto que en realidad inició como suyo y me mantuvo a mí como interlocutor maravillado. Desde ese 2010 Lenka estuvo escribiendo y corrigiendo en silencio esas historias hasta formar su novela Fractal que, finalmente, dejó impresa en mi mesa en su última visita del 2016.
            El titulo lo tenía pensado Lenka desde un inicio. El tema también: historias de amores dispersos y disímiles, con personajes que entraran y salieran de diversos ambientes como apariciones que dejaran en suspenso sus permanencias. Fractal recogía esas características. El término, que significa “quebrado” o “fracturado”, hace referencia a estructuras que se pliegan y despliegan por similitud y duplicación. Los fractales son formas geométricas no convencionales construidas por regiones similares pero en diferente escala que se reproducen, deformadas, indefinidamente. Estas formas se encuentran, en realidad, en todo el mundo exterior, los árboles, los ojos, las plumas, las arterias, las nubes, porque entender lo fractal es una forma de comprender lo informe y lo irregular de la vida. Es una entrada al caos y al absoluto. Esa es la intención de la estructura de la novela de Lenka, no separada por capítulos sino por líneas y segmentos de vida que se yuxtaponen en su movimiento múltiple y caótico, conectando presencias y circunstancias. Las historias de amor se repiten con la estructura de la iteración de lo fractal pero deformados por el resplandor y la impureza humana que en cada caso las expresa. Fractal es una novela de situaciones que van ensamblando lo indetenible, fragmentos de vida que en alguno de sus lados forman desenlaces y en otros solo un acaecer. Pasadizos sin dirección como escenarios de peleas, reencuentros, búsquedas, esperas solitarias. Escritura que viene desde lejos porque brota desde lo íntimo, la nostalgia y la memoria, camino transitado con líneas tambaleantes, presencias que ingresan y salen y que entre ellos se ignoran pero que en ella se conocen, tocados por su tránsito. Fractal diseña el circuito de los años universitarios, el tramo de la edad de asombro entre la salida del ámbito familiar y el ingreso a los ambientes intelectuales y artísticos urbanos. Por eso los personajes deambulan entre cafés, restaurantes, el campus universitario y las aulas hasta las caminatas posteriores, el encuentro furtivo e inesperado. Fractal construye una estructura que vuelve hacia un centro que no es fijo y por eso su avanzar es titubeante,  fragmentario, como los amores que bajo el arco de los años buscan entrelazar nuevamente sus dedos y encuentran solamente la clausura de espaldas pues la novela desemboca en una tromba implacable y solitaria que otorga vida al murmullo de las calles. Lenka se burlaría de lo que escribo con su humor inteligente y pícaro. En esos días hablamos sobre lo adocenados que eran los diálogos de películas peruanas, tiesos como un rictus incómodo por la presencia de las cámaras. Lo recuerdo ahora porque los diálogos de Fractal son realmente distintos: ágiles, vivaces, francos, divertidos, pues los personajes desean definirse sobre todo por lo que dicen. Y nosotros, como lectores, recibimos ese obsequio que Lenka pone en nuestro ánimo para tratar de sobrellevar el mundo.

Lenka Menédez. Fractal. Lima: Bisonte editorial, 2017.

martes, 26 de agosto de 2014

La ecualización auditiva

Extraño es el ritmo con el que se fragmentan las imágenes de Rafael Espinosa en Amados transformadores de corriente (2010), a pesar de sustentarse en tramos de vida sencillos y cotidianos. En la primera sección del libro, un oficinista en su día libre transita por el mar, visita la casa de su madre, se detiene en un parque y retorna al desvelo de la noche. En la segunda sección, este tránsito se vuelve en una frecuentación interior: el pensamiento se dirige hacia un hijo lejano y la figura de un músico, Marvin Gaye, quien tuvo una relación conflictiva con un padre autoritario. ¿A qué se debe entonces el extrañamiento que produce leer Amados transformadores de corriente? A la forma como se articula el lenguaje con vocablos inusuales para abordar temas usuales en nuestra poesía. Los poemas asimilan términos de la sociedad de consumo, la industria de la música, la economía, el gimnasio y la tecnología que, sacados de su circulación práctica, son usados para construir imágenes novedosas sobre el desvelo, la memoria, el desamor, el mar o el cielo de Lima. Sin duda, esta es una forma de cuestionar el lenguaje de la tradición poética aunque también otra forma de enriquecerlo, por eso entre tradición y disidencia se produce una grieta desde donde emerge la música de Rafael Espinosa.
            En Amados transformadores de corriente el uso del lenguaje de la sociedad de consumo no es accesorio, se corresponde con la visión de un enunciador alienado con su medio de trabajo y que con esta visión mecanizada percibe y enuncia la realidad. El lenguaje técnico le sirve para desestructurar la realidad pero evidencia a su vez a un sujeto desestructurado. Este descolocamiento vital que se acentúa en lo laboral es explicado, en el poemario, por la exposición a un engranaje social hostil y por el desamparo que produce la ruptura con el vínculo del ámbito maternal. Por eso, el primer poema del libro instaura el deseo de “ser una radio”, una forma de liberarse y desaparecer como un sonido “inalienable” que congrega seres disímiles y se expande como música en el entorno.
            La apropiación de este lenguaje de la economía de mercado, le permite además al libro realizar dos cuestionamientos: leer la realidad transformando el paisaje natural en un paisaje tecnológico, cuestionando así los valores que sustentan este lenguaje, basados en la comercialización y la devastación del ecosistema. Y, en el orden de lo poético, alejarse con fastidio del mandato de la inspiración lírica, sobre todo el vinculado al canto de la naturaleza, pues los cantos de las aves se mecanizan y vuelven música serial. La consecuencia de esta postura es que, por momentos, lo prosaico se insinúe en la conformación de los poemas con líneas narrativas que parecen quebrarse formando los versos de donde emergerá lentamente una escena. De esa manera, la generación de sus imágenes no se deberá al impulso de la respiración del recogimiento místico sino a la disonancia de una música de tensión urbana, que llevará a convertir “los hechos en acordes”, y cuyos sonidos se registran en los versos como en las barras de los ecualizadores.
En ese sentido, la visita a la madre, con la que se inicia y termina el libro, graficará también el deseo de volver a la matriz del lenguaje, pues será la búsqueda de un lenguaje primordial, enrareciendo sus sonidos y acentuando sus giros poco frecuentes, lo que exigirá en quien produce los poemas, y en quienes lo recepcionan, un “leve cambio de la ecualización auditiva”. Los poemas funcionan, de esa manera,  como “transformadores” de “lo corriente”, entendido esto último, como lo habitual y frecuente en el orden del lenguaje.
            Una sensación de rara belleza y precariedad persiste en el ánimo al terminar de leer Amados transformadores de corriente, aunque pronto debamos abandonar cualquier vestigio de abatimiento, porque el poemario realiza un gesto que acaso ya insinuaba en su invasivo e intenso color naranja: coloca al final de sus páginas un “Índice  onomástico y temático” con un listado de temas que se dirigen a las páginas interiores del libro, caen sin orden sobre todos los poemas, los reescriben y bombardean con una sonrisa de burla, agujereando cualquier niebla de melancolía.


Rafael Espinosa. Amados transformadores de corriente. Lima: Álbum del Universo Bakterial, 2010.

miércoles, 11 de junio de 2014

El nombre del amor

René Llatas Trejo (Lima, 1981), es un joven novelista que pertenece a la primera promoción de Literatura de la Facultad de Humanidades de la Universidad Villarreal, fundada en 1999 por escritores como Wáshington Delgado y Oswaldo Reynoso. El avance de una novela suya titulado “El imposible encuentro” apareció en la antología Otros villanos. Narrativa (2009), que reúne a escritores de ese centro de estudios. Pero es recién dos años después que Llatas Trejo se anima a publicar su primera novela, Aftersun (2011), que es un homenaje a esos primeros años universitarios a la vez que un ajuste de cuentas con ese periodo de formación, de ingenuidad y fervor compartido. Aftersun se construye bajo la sombra decimonónica de Stendhal pero se desenvuelve a través de la estructura de la novela moderna, fijando dos centros en su desarrollo: el amor y la escritura, como dos grandes temas que asume consciente de sortear sus bordes dramáticos o de establecer una declaración de fe. Por eso, uno de los aciertos de la novela es la utilización de cartas, y aún de cavilaciones con destinatario preciso, que constituyen tratados de amor hilvanados con la melancolía y densidad reflexiva del protagonista llamado “Stendhal”.
Esta utilización de documentos, como cartas o fotografías, es significativa para un personaje que se define desde sus silencios y desde la acción de los demás personajes. Es un narrador fuera del movimiento, estático en el pasado donde dialoga con los recuerdos de escritura e imagen de una mujer que ama  y nombra como Clea: muchacha que espera una hija dentro de un matrimonio insatisfecho, pero que sin embargo no decidirá retomar su relación con Stendhal. Por eso el narrador escribe lejos de la luz de comunión con Clea, con el deseo de poblar la habitación oscura con sucedáneos de su presencia a través de la cercanía con otras mujeres pero, sobre todo, con la posesión de la mirada que retuvo los movimientos de Clea en su plenitud: observa y recrea continuamente su cuerpo en reposo. A su vez, la nombra indistintamente con diferentes apelativos, Trinidad, Estrafalaria o Clea, que se prolongan aún en la hija que ella espera, indicando la resonancia, mutable pero imperecedera, de una presencia que encontrará siempre su realización en los labios de quien la nombra.  En Aftersun, el narrador construye alrededor de un nombre amado una novela porque además este nombre tiene la sonoridad de lo literario.
Esta consciencia de la sonoridad de las palabras (con las que construye un sugerente apartado donde opone el amor al querer) y de la estructura de los fragmentos,  es quizá lo más significativo de Aftersun que se afirma como un acto de convicción pero también como el nacimiento de un lenguaje personal.

René Llatas Trejo. Aftersun. Lima: Magreb Producciones, 2011.

viernes, 2 de mayo de 2014

El mundo en un Baedeker

Cuando una noche llegué tarde al salón de clases, se leía en voz alta un texto que el grupo de alumnos escuchaba en silencio. Terminaba el día con desánimo pero bastó poco para que la reflexión de este escritor europeo, a quien me parecía que leían, llamara de inmediato mi atención. Me agradaba la naturalidad de su lenguaje refinado, la complicidad que creaba su ironía elegante y el desapego de quien parecía haber frecuentado desde siempre la profundidad de la historia, la pintura, la música y la literatura de toda la tradición occidental. Sobre todo me deslumbraba la desenvoltura de su agudeza con la que no escatimaba objeciones críticas ni perdía la fascinación por el mundo que comentaba. Alguien inmerso en una realidad diversa y compleja tenía la lucidez de distanciarse de esa realidad para juzgarla: sentí la fuerza de la visión de un escritor contemporáneo, y desde entonces me propuse indagar con avidez sobre sus libros. Fue una inesperada revelación saber que el autor de esas páginas era José Carlos Mariátegui quien a sus treinta años, y en el periodo intenso de su estadía en Italia, había escrito una de las crónicas más bellas y lúcidas sobre el encanto que ejerce “El paisaje italiano”, como se titulaba la crónica que esa noche leían, y que luego pude hallar entre la recopilación de sus artículos de El alma matinal y otras estaciones del hombre de hoy (1950), aparecidos antes en las revistas Variedades, Mundial y Amauta entre 1924 y 1928.
En esta crónica, Mariátegui confiesa su deseo de ver las ciudades de Italia sin la influencia de la literatura o “la lente ambigua y capciosa de la erudición”, sino solo auxiliado con la limpieza de su mirada, porque según Mariátegui sobre la “Italia verdadera” se desborda otra “Italia artificial” que convierte a los paisajes naturales en escenarios ilustres y prestigiados e inclina a sus habitantes a la teatralidad de los gestos. Este paisaje artificial ha sido construido por la herencia de la cultura secular italiana que deja en su topografía las huellas de sus acontecimientos históricos; y esta teatralidad es motivada, no por la determinación de su geografía, sino por la gran consciencia que tienen sus ciudadanos del papel fundamental que cumplen estos acontecimientos en la tradición occidental. De manera que solo los espacios inhollados y agrestes son lugares no “deformados” que pueden vivirse en su plena desnudez, sin historia ni tradición. Pero, aunque Mariátegui dice tener éxito en su cercanía a esta realidad esencial, la experiencia nunca se manifiesta en la descripción de sus impresiones, y en realidad su prosa terminará siempre registrando la seducción de las sombras históricas que emergen en sus caminatas por el centro de Roma y aún en los jardines y paisajes campestres del norte de Italia.

En una venta rústica de Pavía —donde medraban gansos y pollos y donde me detuve un día, camino de la Cartuja, a almorzar gustosa y parvamente— merodeaba, de un modo demasiado ostensible, la sombra de Francisco I. En la villa de Frascati, donde una primavera reposé de mis andanzas, en una estancia con frescos de la escuela del Dominicchino duraba el recuerdo de la visita de un príncipe de Borghese o de un cardenal Ludovisi. En el parque de la villa, bajo los olivos, en el sitio donde yo gustaba de leer a Francis Jammes o a Pascoli, ¿quién podía garantizarme que no hubiese discurrido, siglos atrás, Marco Tulio Cicerón?

La estadía en Italia fue para Mariátegui el acendramiento de su madurez creativa, la amplitud de su cultura y la solidez de su visión social, política y artística; y este peso gravitante de la trascendencia de la cultura sobre el paisaje italiano, que observa en su crónica de 1925, dominará también el argumento de su breve libro La novela y la vida. Sigfrido y el profesor Canella –que terminó de escribir en 1930, y que solo aparecerá póstumamente en 1955–, a tal punto que son las ciudades, Verona y Turín, y la particular tradición cultural que ellas convocan, las que indicarán los ejes en los que se sustenta la densidad del argumento y el carácter del destino hacia donde deben tender los personajes. El libro de Mariátegui recoge el argumento de un sonado caso judicial que suscitó gran atención en la Italia de inicios del siglo XX. El suceso intricaba de manera tan sugerente e inverosímil la realidad y la ficción que inspirará a Jean Giraudoux el argumento de su novela Siegfried et le Limousin (1922), del que Mariátegui toma el nombre (y aún pone como ejemplo) para acentuar la conjunción entre la novela y la vida.
La historia de Mariátegui se centrará en los dos personajes masculinos que reúne el proceso judicial, hombres de mediana edad y humanistas de gran similitud física: el profesor Giulio Canella, educado en el clasicismo, y el tipógrafo Mario Bruneri, de convicciones marxistas, quienes se enrolarán, sin conocerse, en el mismo regimiento para combatir en la Primera Guerra Mundial  en cuyas trincheras verán confundidas sus identidades debido a una explosión. Solo uno sobrevivirá sin memoria y será reclamado, pasados los años, en los tribunales fascistas de Mussolini, por dos esposas que no desean abandonar a quien creen su auténtico marido.
Resulta evidente que, al hacerlo el verdadero sobreviviente, el narrador privilegia la verdad del profesor Giulio Canella (aún dice haberlo visto en el foro romano disertando las ideas de Adriano Tilgher) y lo sitúa como el punto real de la confusión desde el cual realizará el cotejo con la vida de su doble, al que contrapone, para interpretar los distintos matices que delinean la búsqueda de la propia identidad. Este ejercicio de dilucidación, basado en el contrapunto de personajes, avanzará además con el fraseo de ritmo clásico que producen los frecuentes paralelismos, las frases simétricas y contrapuestas –tan características en la prosa Mariátegui–, y la fortuna de las construcciones sentenciosas con las que inicia cada capítulo. Son frecuentes también las imágenes que irá interpolando por momentos, a lo largo del texto, que atemperan la densidad de sus referencias. Cuando menciona la fragilidad de la convalecencia del profesor Canella y su vaga extrañeza al encontrarse en una realidad ajena, el narrador anotará: “El náufrago no elige la playa a la que arriba, después de haber luchado toda una noche con las olas”. Y del proceso de la búsqueda de la propia y verdadera imagen, mencionará: “Canella no perseguía sino su equilibrio moral y doméstico. Era un escolástico que, caído en el error, se encamina de nuevo hacia la verdad, atravesando el territorio accidentado de la tentación”. Y de manera más elaborada: “En la adopción de la personalidad y la esposa de Mario Bruneri, Canella había avanzado con la lentitud del que sube una cuesta cuya gradiente y cuya altura no le son familiares; en su restitución a su personalidad y su esposa propias, avanzaba, en cambio, con la velocidad del que desciende de una montaña, por cuyos declives ha resbalado una gran parte de su vida”.
En una encuesta de la revista Variedades de 1926, titulada con la pregunta “¿Cómo escribe usted?”, Mariátegui había adelantado ya el espíritu clásico, la mesura y la proporción de su método de trabajo: “Me preocupa mucho el orden en la exposición. Me preocupa más todavía la expresión de las ideas y las cosas en fórmulas concisas y precisas. Detesto la ampulosidad. Expurgo mis cuartillas tanto como me lo permite el vicio de escribir a última hora. Procuro tener, antes de ponerme a escribir, un itinerario mental de mi trabajo”. Y en este empaque clásico Mariátegui fusionará “la novela corta, el ensayo, el cuento, la crónica, la ficción y realidad”, como define a este libro en una carta a su amigo argentino Enrique Espinoza. Y es verdad que el texto avanza rebasando y a la vez circunscribiendo su discurso en estos distintos géneros, porque se las irá ingeniando para no perder el hilo lógico y meditado del ensayo, la actualidad y la interpretación de la crónica y la suposición conjetural de la ficción narrativa, en donde lo que va sosteniendo la exposición será, como indicaba Barthes, el placer de una escritura que irá convocando con pertinencia diversas referencias culturales.
Dueño de estas armas formales, el narrador irá auscultando con penetración sicológica el “impulso centrífugo” que provocará las sucesivas “evasiones” que explican el comportamiento del profesor Canella. Pero así como privilegia la búsqueda de uno de los personajes, resaltará también la espera de su paciente y fiel esposa quien, durante once años, aguardará con esperanza las noticias de su esposo desaparecido. En “Italia, el amor y la tragedia personal” (1920), uno de los artículos de Cartas de Italia (1969) escritos en Florencia, Mariátegui hará mención a la  fidelidad de esta pasión italiana que tiende a los amores trágicos y desesperados, pero también a los heroísmos de los amores eternos porque, dirá Mariátegui, el alma italiana “suele ver en un amor el principio y el fin de sus vidas”. No sorprenderá por eso que, en el argumento, la heroína de este libro sea la esposa del profesor Canella, muchacha venida de un paisaje brasileño, “con vagas reminiscencias de floresta virgen”, que termina impregnándose de lo más característico de la pasión veronesa hasta situarse como emblema del amor italiano, constante y fervoroso. Quizá lo mismo pueda decirse de las visiones de un joven Mariátegui que, como afirma Estuardo Núñez, experimentó como pocos viajeros el influjo de la cultura italiana.
Recuerdo que al final de su crónica sobre “El paisaje italiano” Mariátegui señalaba que las guías turísticas alteraban el “sabor natural” del paisaje que el paseante pretendía disfrutar, y concluía afirmando: “Pero me parece honrado declarar que la salsa Baedeker es, para un turista burgués y prudente, la más digestiva”. Resulta interesante que la cordial ironía de Mariátegui haga referencia a las guías Baedeker, de gran popularidad en el siglo XIX, que contenían descripciones y señalaban hitos culturales en el mapa de las ciudades tradicionales y antiguas para guiar los viajes que realizaban los turistas. Porque, a pesar de la inicial simpatía de Mariátegui por el futurismo, que proclamaba la destrucción de los museos, bibliotecas y la muerte del “Claro de Luna” (aunque nunca compartió estas formulaciones), y de su frecuente elogio del “suprarrealismo” (al que entendió sesgadamente como el anuncio de una narrativa realista), la creación de Mariátegui se orientaba, más que en las apuestas por las experimentaciones formales de la época, por la empatía ante la audacia, la rebeldía y la libertad de las actitudes vanguardistas; por eso, la experimentación formal se adecuaba mejor a su actitud vanguardista dentro de las formas clásicas. Y su disposición ante el universo europeo-italiano es, en ese sentido, similar al que impulsó a Rubén Darío a apropiarse de las figuras señaladas en los mapas culturales que Occidente desechaba, para conformar una poética que no solo tendía hacia un afán exótico sino que avanzaba enmarcado en nuevos e inusuales ritmos. La diferencia con Mariátegui radica en que asume esta fascinación a la vez como una distancia. Al declararse un turista con un Baedeker, está señalando su transitoriedad, la artificialidad de su visión y los límites fluctuantes desde donde escribe con el fervor y la lucidez de quien se sabe dentro y fuera de una cultura. Es lo que, dos años después de esta exploración de Mariátegui, plantea Jorge Luis Borges en sus sugerentes reflexiones de  “La tradición y el escritor argentino” (1932): el privilegio de los sudamericanos de asumir para su literatura cualquier tema de toda la tradición occidental a la que pertenecemos pero a la que podemos ver también desde afuera.
Sigfrido y el profesor Canella o La novela y la vida, el breve y significativo libro de José Carlos Mariátegui, retrata, a través de sus personajes, el impacto que se produce después de una guerra, la huída a la que se sienten impelidos al no encajar en los parámetros de un nuevo orden, pero, sobre todo, la búsqueda de identidad de un personaje sin memoria que ha sido la búsqueda de la estética propia de José Carlos Mariátegui quien (apena aceptar que ya no podremos saberlo), hubiera podido quizá continuar dirigiendo su escritura por los rumbos que deja entrever este último y entrañable libro. Mariátegui fue un escritor que se negó a planear de antemano la estructura de un libro orgánico con sus reflexiones, por esperar que el azar y la espontaneidad les dieran un orden que su escritura quisiera luego seguir. Esa predisposición de su espíritu revela no solo su perenne ánimo iconoclasta sino también la superstición de su innegable intuición de artista. La gran altura de su talento nos ha legado la frescura de sus impresiones vivificantes que, aunque tal vez no haya sido importante mencionarlo, restallaron una noche en el cuerpo de quien ingresa con desgano a un salón de clases y que desde entonces agradece el recuerdo de sus visiones inmarcesibles.


José Carlos Mariátegui. La novela y la vida. Sigfrido y el profesor Canella. Lima: Editorial Ínfima, 2013.


miércoles, 26 de septiembre de 2012

Permanencia del campo intelectual


En un artículo titulado “Un jurado se explica” (1975), donde Julio Ramón Ribeyro describe su experiencia como jurado del Premio de Novela José María Arguedas, confesaba que la lectura de los manuscritos presentados al concurso significó un trabajo minucioso y agotador que le deparó un inesperado y posterior descubrimiento: tener estos manuscritos a su disposición le había permitido entrar en contacto con el aglutinamiento de las “obras escondidas” de nuestra literatura, el cimiento que sirve de base y existe en paralelo con las obras que adquieren visibilidad pública, la “parte oculta del témpano”. Había reconocido en ellas un censor sensible que contenía las inquietudes e informaciones actuales y vivas de las distintas realidades del país, pero sobre todo había comprendido lo necesarios que eran estos intentos truncos y obras fallidas, porque solo de estas tentativas germinarían las concreciones futuras. Dice Ribeyro: “Es justamente de esa masa de obras incompletas, imperfectas, falladas a veces por una nada que surge, de pronto, lo acabado, lo perdurable. Las obras geniales no vienen pues del aire, sino que antes fueron ensayadas por centenares de escritores que tenaz, oscuramente, sin consuelo de nadie y sin galardones, contribuyeron a su eclosión...” (2006: 82).
De alguna manera, esta misteriosa cooperación que se establece en el trabajo creativo de diversos escritores que pertenecen a una comunidad hace mención a lo que Bordieu denomina como el clima del “inconsciente cultural”. Este consiste en “códigos implícitos” que enlazan la labor creativa de los autores de determinada época: formas de pensamiento y percepciones comunes, preocupaciones, tópicos y procedimientos retóricos compartidos que van generando espacios de entendimiento y de encuentro en la producción creativa. Este inconsciente cultural es el que posibilita los “préstamos” en el lenguaje, el tratamiento de los temas, la primacía de los discursos, y a su vez va señalando los límites en las posibilidades de creación de una época o de una escuela artística (como el “mosaico de información” de la realidad peruana que recogen los manuscritos que leyó Julio Ramón Ribeyro mostraban la preponderancia de la poética realista en nuestras novelas) (2002: 41-50). Esto no anula, por supuesto, la singularidad artística, pues, como en otro momento señala Bordieu, así como la tradición literaria puede asimilar y compartimentar en sus ramificaciones los distintos libros, la sola concreción y disposición textual de una obra está reclamando, en sí misma, una lectura sobre su originalidad y sobre la forma como se vincula con los demás autores, es decir, sobre su manera de intervenir también modificando la tradición (1999: 256).
Aunque la completa valoración de una obra, en el sistema de Bordieu, adquirirá su verdadera dimensión cuando a ésta se agregue la representación que construye la sociedad sobre su significación, de manera que el proyecto creador se verá condicionado no solo por “la necesidad intrínseca” propia de la obra sino también por las “restricciones sociales” que la perfilan y determinan (porque su significación y su verdad pertenecen tanto al que lo produce como al que lo recibe) (2002: 20). Esta reflexión resulta interesante porque así el tiempo como ente depurador de las obras pierde su naturaleza abstracta e imparcial, pues la “lectura de la posteridad” se verá condicionada por los primeros lectores de las obras, es decir, por cómo estos las hayan recibido e interpretado y por el “sentido público” que les asignen en un primer momento (y que es lo que transmiten a la lectura histórica) (2002: 30). Estas representaciones sociales de las obras se realizarán además siguiendo las reglas de competencia y conflicto en las que participan los distintos agentes en un campo intelectual que destinan así a algunas obras, con equidad o injusticia (pero nunca gratuitamente), a los espacios ocultos o de visibilidad que menciona Julio Ramón Ribeyro.
En ese sentido, un libro como Espléndida iracundia. Antología consultada de la poesía peruana 1968-2008 (2012) que toma en cuenta las preferencias de 125 participantes situados “en los distintos espacios del sistema literario entre poetas, críticos, editores, antologadores e investigadores académicos” (13) para evaluar “la percepción sobre la poesía peruana de las últimas décadas” (12), resulta una empresa ilustrativa y riesgosa. Pues a la ventaja de la cercanía de los grupos de agentes, para su interrogación, se agrega el peligro de influencia que agrega esta cercanía sobre la elaboración del estudio. Este es uno de los motivos por el cual la conformación del libro termina siendo desproporcionada, pues resiente el impacto de la discusión mediática que propició el anuncio de su aparición, y esto origina las marchas y contramarchas en una evaluación que desea atenuar sus aristas polémicas, como puede notarse al confrontar la “Advertencia al lector” y el estudio de la “Introducción”. Por eso lo más llamativo, en este punto, resulta sin duda la incongruencia entre el despliegue teórico del estudio y la evaluación de los resultados de la consulta, y esto se produce por el criterio que se ha tenido para la elaboración del “cuestionario” entregado a los consultados: un simple voto por un grupo de poemarios resulta insuficiente para descubrir la mecánica de constantes implícitas y de solidaridades entre los distintos agentes (estudiosos, poetas, editores o periodistas) que influyen en la circulación y la valoración de los poemarios, y también resulta muy reducido para, a partir de ello, graficar las posiciones de los grupos que se aglutinan alrededor de ideas, a veces no explicitadas, pero que sirven para cohesionarse y distinguirse de los otros grupos en busca de legitimidad cultural.
De esa manera los resultados críticos se vuelven apenas perceptibles y más bien de naturaleza estadística y descriptiva (como cuando se menciona la poca presencia de poetas mujeres o la totalidad de poetas asentados en Lima), lo que en la metodología de Bordieu corresponde a un nivel primario, necesario pero engañoso pues la interpretación estadística recoge “taxonomías constituidas”, considera a las entidades por separado neutralizando las relaciones entre individuos y grupos (y el campo se construye, precisamente, en términos relacionales) e impone además, con sus vacíos, “el modo dominante de representar la creación artística” (2002: 101). Esto es curioso, sobre todo, en los temas de las preferencias, pues las encuestas a menudo recogen lo que Bordieu denomina “efecto de legitimidad”, en donde el consultado menciona no necesariamente lo que prefiere, sino aquello que “merece ser mencionado” (2010: 258), es decir, lo que en su momento es legítimo, prestigiado y difundido pues ha acumulado un “capital simbólico” de prestigio y autoridad (y el análisis estructural debiera recoger e interpretar estas posibles imposturas).
El estudio descuida, además, la influencia de la labor editorial (a través de sus lógicas de producción) en estas preferencias. Es decir, las dos “lógicas económicas” que, según Bordieu, señalan dos maneras de asumir las empresas culturales: la primera, “independiente del mercado”, que tiene un ciclo de producción largo porque sus fines están orientados a la obtención de “capital simbólico” que solo a largo plazo les permitirá obtener beneficios económicos; y la segunda, “subordinada a la demanda”, cuyo ciclo de producción es corto porque su prioridad será la rápida circulación de los productos para generar ingresos económicos a corto plazo (1995: 214-215). La demarcación es general y esquemática, pero qué duda cabe que estas lógicas determinarán los criterios de los editores para la selección de las obras a publicar y la conformación de los elementos que las integren: su presentación gráfica, la elección de los prologuistas, las estrategias publicitarias, el número de tiraje, y todo lo que contribuya a la “representación social” de una obra. De modo que lo más articulado del estudio de la “Introducción” serán las menciones a los “discursos poéticos” de las últimas décadas del siglo XX (las de 70, 80 y el 90), aunque esto sitúe al libro en los “límites literarios” en los que confinan a las antologías de poesía precedentes, pues los resultados de Espléndida iracundia no se corresponden con la sociología en torno a la labor poética que se proponen indagar.
Igual de llamativo resulta el ordenamiento de los 43 poetas en la sección “Poemas”, que corresponde a la antología propiamente dicha, y que debiera reflejar la jerarquización de las menciones de los consultados, lo cual reforzaría el carácter arbitrario y temporal al que aspira el libro en una de sus intenciones, y que sigue, sin embargo, un orden cronológico y desproblematizado (ese criterio cronológico no se sigue, en cambio, en el ordenamiento de los poemas de algunos poetas, se opta por anteponer las “arte poéticas” más significativas de cada autor, en una decisión que debiera aparecer justificada en la antología). El libro, además, no incluye la lista con los resultados de los poetas mencionados en la consulta (publicada en la Revista Quehacer de octubre-diciembre del 2010) y esta es una decisión cuestionable siendo la lista de menciones el soporte del estudio y parte fundamental para la inclusión de los poetas que conforman el libro. No tiene sentido presentar los resultados a debate público (como se hizo en dos jornadas en el Centro Cultural Peruano-Británico de Miraflores en noviembre del 2010), si luego estos se verán excluidos del libro, en una actitud que fue interpretada por algunos miembros de la Generación del 70 como parte de una provocación.
Y en ese sentido, aunque involuntariamente, la antología sí grafica la violencia verbal y simbólica entre dos grupos por la búsqueda de primacía en el campo poético contemporáneo, y creo que el objetivo del libro tiene como motor central asumir este enfrentamiento en donde los periodos temporales resultan significativos: el estudio menciona el año 1967 en el que Leónidas Cevallos edita la antología Los nuevos (donde instaura los lineamentos más resaltantes de la poesía de la Generación del 60), porque iniciar un estudio que parta un año después de la “fecha de nacimiento” de una generación, cuando han pasado más de cuatro décadas, es tratar no solo de deslindar con una etapa y “consagrar” poéticas características de otra más cercana, sino de asumir el relevo temporal de esta primacía en el mandato poético y distinguir, de paso, a sus antagonistas contemporáneos. Que los nombres de los cuatro responsables del libro aparezcan en todas las páginas de la antología (como no ocurre, del mismo modo, en sus anteriores libros colectivos) no puede ser visto sino como parte de esta disputa de posicionamiento simbólico. Aunque habría que destacar que este enfrentamiento entre grupos “marginales” y “hegemónicos”, se produce dentro de un sector social que, por su formación cultural, corresponde a la “fracción dominada de la clase dominante”, como señala Bordieu, y que ambos grupos disponen de agentes de legitimación y aparatos de difusión que les permiten posicionarse unas veces como representantes del “sentido del orden” y otras como propulsores de un “sentido de trastorno”.
La disparidad entre la metodología y los límites de su aplicación, y el espíritu cauto que guía el libro (aunque todo parece indicar que no es la real intención del estudio), no permite a los autores tomar consciencia de la magnitud de un trabajo que pudo haberse constituido como un primer estudio, panorámico y objetivo sobre las fallas en la producción, recepción y distribución de las obras en nuestro sistema literario: ¿Cuáles son los criterios que asumen los pocos espacios culturales para decidir el comentario de los libros? ¿Acaso esto explica la sobreexposición de algunos títulos y la poca o nula mención a otros libros publicados? ¿Existe relación entre algunas editoriales y articulistas que permite resaltar sus títulos en los medios? ¿Cuán decisivo es el prestigio de un sello editorial para la mayor celeridad en la distribución de los libros? ¿Las temáticas que privilegian las escuelas literarias propician la demanda en las obras que tengan estos temas? ¿Cuál es la prioridad de los pocos Fondos Editoriales universitarios en la elección de los libros que publican sus colecciones? Esto último, teniendo en cuenta que muchas obras de nuestros autores permanecen olvidadas y que carecemos de ediciones críticas de los más importantes libros de nuestra literatura.
Espléndida iracundia se posicionará como un referente significativo en la poesía peruana por lo novedoso del proyecto y la diversidad del material que reúne, pero otra de sus aristas dejaba entrever una indagación sobre las problemáticas y soluciones que nos permitan finalmente despojarnos de la informalidad, de los círculos cerrados y los bandos que se forman en las polémicas que, como dice Foucault, solo parecen servir para organizar lealtades en torno a dos posiciones inconmovibles y no para esclarecer los temas en discusión.
Tomar consciencia sobre estas fallas será un homenaje no solo a la poesía de don Emilio Adolfo Westphalen sino también a sus constantes preocupaciones de modernización de nuestro ambiente cultural.

Carlos López Degregori, Luis Fernando Chueca, José Güich Rodríguez y Alejandro Susti Gonzales. Espléndida iracundia. Antología consultada de la poesía peruana 1968-2008. Lima: Fondo Editorial de la Universidad de Lima, 2012.


REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA

RIBEYRO, Julio Ramón
2006              “Un jurado se explica”. ROJAS, Luis Fernando. El archivo personal de Julio Ramón Ribeyro. Lima: Instituto Raúl Porras Barrenechea & Fondo Editorial Cultura Peruana.
BORDIEU, Pierre
1995             Las reglas del arte. Génesis y estructura del campo literario. Traducción de Thomas Kauf. Barcelona: Editorial Anagrama.
2002                Campo de poder, campo intelectual. Itinerario de un concepto. Buenos Aires: Editorial Montressor.            
2010              El sentido social del gusto. Elementos para una sociología de la cultura. Traducción de Alicia B. Gutiérrez. Buenos Aires: Siglo XXI Editores.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Lo oscuramente vislumbrado


Descubrir la poesía de Carlos López Degregori (Lima, 1952) fue una experiencia inquietante por la inmediata fascinación que ejercía en mí su universo tortuoso e íntimo al que iba adentrándome con sobresalto y tratando de seguir la dirección imprevisible del furor de sus versos. Entonces rondaba fascinado por los materiales diversos de la poesía de la década de 1980, en donde la emergencia de “sujetos sociales” buscaba su correspondencia como “sujetos textuales” representándose alrededor de poéticas de cuestionamiento y reivindicación. Pero, a las propuestas del cuerpo femenino como un territorio de poder y libertad, a la expresión diglósica de la migración andina y la elaboración del lenguaje proscrito de las calles desde la marginalidad urbana, se agregaban además otros poetas que seguían más bien una ruta individual y divergente, asumiendo de forma distinta su vínculo con el trabajo poético. Entre esos poetas se ubicaba, sin duda, Carlos López Degregori.
Lo que entonces me llamaba la atención era que mientras el anhelo de parte de la poesía de 1980 apostaba por una escritura basada en el habla de las calles, animada por un talente anárquico que recogiera las vivencias de polución, hacinamiento y precariedad para captar la ruina social y la desestructuración del país, la poesía de Carlos López Degregori –quizá intuyendo que los cambios sociales alteran sobre todo la subjetividad y dejan un sello más profundo en los procesos inconscientes–, se orientaba más bien hacia una forma peculiar de testimoniar la realidad dolorosa de aquellos años. En Una casa en la sombra (1986), el sujeto poético se ensimisma en su propio centro como un tramo de realidad oscura y agitada, asaltado solo por desvaríos oscuros y devaneos de pesadilla que se disponen en el papel con un ritmo nervioso y furibundo, como estribillos que se agolpan según la asociación de las visiones que produce la alteración de los sueños; porque, aunque las circunstancias sociales no se nombran, la sombra del país está presente, asediando y abrumando la receptividad de quien escribe. Este inesperado encuentro era para mí la confirmación de que el anhelo de un tipo de poesía la podía concretar con mayor eficacia otro tipo de poética, y aún era una nueva constatación de que otras formas, en apariencia armónicas y herméticas, podían aspirar también a contener el caos.
Evoco esta experiencia de lectura porque, a decir del propio Carlos López Degregori, los poemas de Una mesa en la espesura del bosque (2010), su más reciente poemario, “devoran y resucitan” los motivos y obsesiones que pueblan el espacio de sus anteriores poemarios; y pienso que, entre los libros que reúne en su emblemática recopilación Lejos de todas partes (1994), es sobre todo Una casa en la sombra el que contiene los temas y preocupaciones que se verán amplificados en estos últimos poemas: el desvelo solitario en una habitación a oscuras, la reflexión simbólica sobre el oficio de la escritura, la fijación ritual de las fechas, la sensación trémula de los sueños angustiosos y el internamiento hacia regiones desconocidas donde transitan criaturas de una mitología alucinada y doméstica. Aunque ahora, en este último libro, el tratamiento resulte más contenido y reflexivo, avanzando hacia el ritmo y la extensión de la prosa, se hace notoria la plenitud de su madurez creativa, a tal punto que Una mesa en la espesura del bosque podría considerarse la plasmación del arte poética en la que ha desembocado la construcción de su obra.
Creo que esta reiteración de los elementos que habitan una inmovilidad íntima produce, en Una mesa en la espesura del bosque, una extrañeza que podría explicarse por lo que Freud denominó la aparición de “Lo siniestro” (1919), pues, una “casa siniestrada” es, precisamente, una casa poblada por súbitas presencias y desapariciones en donde el término unheimlich (siniestro, en alemán) y su opuesto heimlich, comparten entre sí una carga semántica que vincula la intimidad y el sosiego de un espacio habitado, con la irrupción de lo sepultado y angustioso, y aún con la oculta impureza de los pozos y letrinas. Por eso Freud dirá, siguiendo a Schelling, que lo siniestro es “todo lo que estando destinado a permanecer en secreto, en lo oculto, ha salido a la luz”. Lo siniestro sería, entonces, la aparición de algo desconocido que ha estado reprimido, aunque esto “desconocido” encubra en el fondo algo “conocido de antiguo” pero que se manifiesta enajenado debido a esta represión.
Como señala Freud, bajo ciertas circunstancias, este sentimiento de lo siniestro puede generarse por la inexplicable repetición de ciertos eventos. Una “repetición involuntaria” que padecemos nos revelaría la presencia de una fuerza oculta que trae consigo un halo de fatalidad o extraño designio, activando así los temores de nuestra vida anímica infantil. Por ejemplo, cuando al caminar por un bosque frondoso, de pronto, una niebla densa nos impide hallar el camino de retorno que siempre transitamos y que ahora buscamos con insistencia sin llegar a orientarnos; o cuando, en una habitación oscura, avanzamos hacia donde se encuentra la llave de la luz pero nos detiene un mueble con el que chocamos una y otra vez.
En Formaciones de lo inconsciente (1979), Jung dirá que estas manifestaciones que nos retrotraen a las visiones de temor del mundo de los niños son, en realidad, estados síquicos compartidos por etapas humanas primitivas en las que prevaleció una visión animista del mundo, y aún estados profundos e intemporales que permanecen en el sustrato síquico de lo humano. Para Jung éste es un lugar de excepción desde donde se accede a una “vivencia primordial” que permite la elaboración de lo que llamará un “arte visionario”. Y este arte se caracteriza, justamente, en el descenso hacia estas zonas ocultas, hacia los abismos y fulgores de la conciencia humana y la experiencia sobrehumana, porque al internarse en estas grutas de la gran matriz de la conciencia universal –en donde se sitúa lo que aguarda y se cobija en todos nosotros–, el poeta estará tocando “el alma de la humanidad”. Pero hay que señalar que esta primordial y angustiosa aglomeración a donde el poeta accede es, a su vez, una turbulenta visión que no puede captar en toda su amplitud. Esta inmensidad es un “telón cósmico” que lo sobrepasa y las palabras con las que vuelve de esta inmersión serán apenas rastros de este internamiento que, sin embargo, servirán para el esclarecimiento o la destrucción de su época.
En Una mesa en la espesura del bosque estas señales de la vivencia en la “esfera nocturna” y la intrusión de lo siniestro, serán constantes. Se hará notoria además la disposición mental hacia un tiempo anterior y suspendido en donde se transita por realidades trastocadas y cuya principal movilidad ha consistido en pasar el velo que oculta la otra realidad de la habitación desde donde se aguarda la aparición de aquello que se oculta y revela. El punto de ingreso a este universo será el “pequeño animal de alivio” que señala, en su apocamiento, la inmensidad de la dimensión por donde se transita, y en el alivio, la finalidad de esta búsqueda de una identidad esencial y profunda. Lo oculto no será entonces solo una irrupción impremeditada sino la búsqueda voluntaria de un encuentro en donde el término “aliviar” evocaría así la operación que indica el vocablo “soliviar”, su antiguo sinónimo, que hace referencia a la acción de “levantar algo desde abajo” para que puedan ser avizoradas las huellas de lo latente y escondido.

algo moraba en el polvo agazapado en las cortinas
y los rincones
o arrebujado en los muebles
como un quieto animal sensitivo
que me contemplaba con sus ojos desmesurados.

Si me tocaba algo inadmisible ocurriría.

Como señalan estos versos del poema “El molino”, la aparición de lo oculto encarnará en la enajenación agazapada de pequeños animales destinados a escarbar buscando ocultarse y que solo se manifestarán con una temeridad muy precisa: llevan los “ojos desmesurados”, son “animales cegadores”, tienen “las garras marcadas con cicatrices, / el temblor de una extraña vida en los ojos”. Los poemas señalarán las reglas para ingresar a esta dimensión alucinada que serán además los rituales necesarios para ejecutar la escritura. Y una de estas reglas será el reconocimiento de la insuficiencia de la visión, porque esto que hemos definido como la súbita presencia de una concreción agobiante rebasará la constitución normal de los sentidos. Como reflexiona Levinas en La huella del otro (1967), un “don abrumante” encontrará una capacidad limitada para contener la fuerza de su aparición y exigirá dejar “las huellas de su excedencia” en este cuerpo que lo contiene y al que desborda. En esta esfera nocturna el “ver” ya no se vinculará con el “saber”, y solo la mutilación de los ojos permitirá acceder a la “clarividencia”, que es la necesaria turbación de la mirada para vislumbrar estos otros lugares y poder captar sus visiones. Por eso, en el poema “Pequeño animal de alivio”, que inaugura el libro, la victoria de una intensa noche de lucha y desvelo será poseer finalmente esta mirada “atravesada de turbulencias”.

Acerco mi oído al pecho para escucharte,
pequeño animal de alivio.

Hundo mis manos para reconocerte
y la carne se abre como agua.
Es dolorosa y valiente tu piel.
Muerdes.
Chillas en mis dedos
y yo oprimo tu boca con toda la fuerza del mundo.
Tratas de resistir
pero es inútil.
Aguardaré toda la noche si es preciso.
Insistiré hasta arrancarte
con tu rostro de yo mismo,
el cuello corto y grueso, el hocico achatado,
los ojos atravesados de turbulencias.

No sé si te llevaré prendido a mi cuello
como un trofeo feroz
o si te encerraré en mi casa
para que cumplamos juntos el tiempo de los
remordimientos.

Tendré que aprender a respirar contigo,
pequeño animal de alivio,
me acostumbraré a dormir en tu lengua mullida,
a golpear
con tus cascos
todas las piedras y estrellas del cielo.


La escena, que copio íntegramente, es emblemática porque indica no solo la lucha ante la aparición de este pequeño animal sino que lo distingue como el reflejo deformado de sí mismo o como el “otro” que habita en nosotros, y que en el imaginario del libro conformarán sus propias “incoherencias” y “asimetrías”. Estos versos registran además un breve momento de tensión en la resistencia de este pequeño animal al que finalmente se le aprieta “la boca con toda la fuerza del mundo”. Más adelante, en otro poema titulado “Una barca de piedras”, se reproducirá la misma confrontación con una presencia de desvelo pero esta vez la opresión se cernirá sobre la mano de quien escribe: “Ya pronto será de noche en esta ronda de humo. / Supongo que oprimirás al fin mis manos / y me rogarás al oído / que deje de repetirte”. Estos versos nos permiten presumir que al apretar la boca de aquello que lo refleja no se está buscando cerrar sus palabras, ni entrar a los dominios del silencio, sino acceder a “lo no dicho”, a aquello que espera al otro lado sin ser nominado y a lo que no se diría con el lenguaje lógico, y por eso quien escribe se resigna a acostumbrase a dormir en esta “lengua mullida” para que lo exprese. Y, a su vez, esta opresión que sufre la mano de quien escribe no solo está señalando el fin de la escritura sino la naturaleza de “repetición” de su discurso. De esa manera se estaría indicando el inicio y el término del proceso de una escritura basada en la “repetición” del dictado de una voz remota que le pertenece y a la vez lo sobrepasa.
Esta reflexión se elaborará con mayor claridad en “Unos guantes de cabritilla”, en donde se cuenta la llegada de una cesta que contiene una mano que encajará perfectamente en el antebrazo de quien dibuja. El poema hace mención a la actitud de una espera y los guantes de cabritilla a la piel de un animal pequeño que se sitúa cubriendo el misterio de una mano propia y ajena. Una mano que realiza con la otra mano “lo único que pude / y debe hacer” que es re-producir una figura que emerge, no desde el conocimiento diurno, sino desde la revelación de una oscura certidumbre.

Empecé
o empezó a trabajar con los carbones,
a llenar con una fervorosa caligrafía
el aire y las paredes de mi casa. 
No sé de dónde brotaba el impulso que la movía
si de mí
o de un lugar anterior,
ausente
pero de una voluntad incalculable.

Trazaba siempre un animal de vieja piel acorazada,
la carne invadida de bulbos y rugosidades,
un cuerno en la frente para embestir la luz
y muchos cuernos hijos
como espinas atravesadas en el lomo,
los cascos de tres dedos
apenas posados en el suelo
porque cada paso dolía infinitamente,
los ojos densos,
de redonda paciencia
como los tuyos.

El poema cuenta que en el siglo XVI el rey de Portugal Manuel I envía como obsequio al Papa León X un rinoceronte, animal exótico e enigmático que por primera vez llegaba Europa, pero que no arribó a su destino porque el barco que lo transportaba naufragó en las costas italianas. Esta historia seduce a Alberto Durero quien realiza su famoso grabado del rinoceronte sin haber visto su figura real. “No lo hiciste para fijar una bestia desconocida / sino para reconocerte a ti mismo / como un animal de alivio”, explica el poema, poniendo énfasis no en la fidelidad de la reproducción de un referente nunca visto sino en el vaciamiento de una forma que brota de las zonas desconocidas de quien lo realiza y que, sin embargo, aflora como el reflejo más recóndito y esencial. Esta afinidad con el procedimiento del dibujo, transparenta otra vez la mecánica de la ejecución de la escritura en donde se produce una superposición de lo duplicado: la de una mano a la que cubre otra “mano desorbitada” y la de un yo que es desplazado por “el otro yo” que ocupa su mismo lugar, y que originan la reproducción o “repetición” de un discurso que nace de una inducción misteriosa; porque estas palabras que repite, quien escribe, no parecen pertenecer sino a la voluntad de aquello que se manifiesta a través suyo para expresarlo. Esto crea en el libro la imagen de la iluminación o el automatismo de un escribiente que registra el “eco” de aquello que lo sobrepasa, lo piensa y expresa.
Valdría la pena agregar que, si bien Freud señala que “lo siniestro” se produce con la experiencia de repetición de un mismo suceso, entiende esta repetición también como la duplicación de la propia imagen. Este desdoblamiento, producto del narcisismo primario del niño y el primitivo, es una forma de darle permanencia a la precariedad del ser ante un universo que se concibe como amenazante, en donde los objetos y la naturaleza parecen insuflados de vida propia y en donde sus acciones indican solo el mal designio y la fatalidad. Esto provoca en el poemario una fuerte necesidad por fijar su tiempo y por fijar su imagen, sabiendo además que, como se intuye en el poema “Como el más largo y solo camino”, la confrontación con la proyección deformada del propio reflejo, simbolizado en la “perversa inexactitud de dos corazones unidos”, será además la única ruta por donde se accederá a la revelación de lo arcano. En algún momento de esta articulación de duplicaciones, casi desapercibidamente, se sugerirá que así como el poeta debe “acercar el oído al pecho para escuchar” al reflejo deformado de sus pulsiones, Dios “debe acercar su oído a las paredes de madera” donde se cobija el poeta, para acaso escuchar también la encarnación de sus reflejo desproporcionado. Creo que al establecer la simetría de estas acciones, no solo se parangona estas dos presencias en su consciencia de potencias creadoras (o se señala la compasión de Dios que se inclina hacia un cuerpo abandonado), sino, sobre todo, se presenta a Dios como el recubrimiento de una esfera última y concluyente, y a la insondable voluntad de su mano como una cavidad sensitiva y vacía donde puede caber otra “mano neumática y autómata / extraviada en los dedos invisibles de Dios”. Así este universo obsesivo y obturado, centrado en la duplicación de la propia imagen, será también el movimiento de múltiples cámaras y pasadizos, objetos contenidos y objetos envolventes, que descubrimos, a su vez, alojados en otros pliegues y cavidades.

Duermo en esta caja
o esta caja duerme en mí.

Entre nosotros hay una igualdad de madera y carne,
un vértigo que nos confunde hasta hacernos indistinguibles.

Abro y cierro cada noche esta caja
y es como si en una música de vértebras
me abriera o me cerrara.
Giro el triángulo de hierro de la cerradura,
le doy infinitas vueltas a la llave
y luego me la trago para protegerla.

Resulta interesante ver cómo esta propensión por escarbar para recubrirse y ocultarse, va descubriendo cajas, pozos y madrigueras que tienen la cualidad de ser “un otro lado” donde el tiempo queda suspendido. Los escondites huyen de la luz y duran solo un tiempo determinado, y a menudo parecen esconder a un cuerpo enterrado vivo o ser un cuerpo en cuyo interior habita otro cuerpo. El poema “Los escondites” borra enigmáticamente los límites de este espacio de refugio: “En su esfera de aire amoroso el lado izquierdo toca el / lado derecho, la mitad superior se confunde con la inferior”. Señalando el desconcierto que une los extremos, similar al extravío de no saberse dentro o fuera de la caja de madera, que indica la pérdida de la distinción entre los límites del cuerpo propio y la realidad exterior, o la abarcante proyección de un yo volcado a toda la realidad, que fusiona lo subjetivo y lo objetivo en una materia enrarecida. Se sitúa así en la etapa pre-edípica del “estadio imaginario” de la “fase del espejo”, que Lacan comenta en sus Escritos 1 (1989), en donde el cuerpo del niño no se ha disociado aún del cuerpo materno y, por lo tanto, no se distingue la realidad de la fantasía –el mundo interno del mundo exterior–, porque el infante es, en esta fase, un yo alienado signado por la descoordinación de su cuerpo fragmentado que no se ha reconocido aún como una unidad a través del reconocimiento de su imagen especular para constituirse como un “yo”. En ese sentido, estas cavidades, cajas, pozos y madrigueras, evocan la paradoja de un cuerpo que vuelve a insertarse en el espacio solar materno del que nunca se ha salido. En el poema “Como si fuera todas las olas” se menciona esta ligazón entre la imagen de la madre y la del hijo. Se establece el circuito de un círculo donde transita el Deseo, la Luna y el Mar y en donde, en el recorrido, el Yo se define como la Madre que fustiga el deseo del Hijo quien, en el mismo recorrido, se define como la identidad del Yo que anuncia la muerte de la Madre. La agitación del paisaje irreal contribuye a esta confusión de identidades en donde el Yo se revela finalmente, y en todo momento, como la Madre, el Hijo, la Luna, el Mar y el Deseo en la aglutinación de una violencia que gira sin poder exteriorizarse y que se vuelca contra sí mismo con la brusquedad y reiteración con la que pueden golpear las múltiples direcciones de todas las olas.
Por lo hasta aquí comentado, no resultará extraño que en el centro de esta atmósfera enrarecida del poemario se sitúe a una “mesa” como el espacio donde se reproduce el orden del universo creativo. Como indica Foucault en Las palabras y las cosas (1974), siguiendo a Roussel, la mesa simboliza el espacio donde la ciencia ordena, establece y jerarquiza los elementos homogéneos. Su tablero es la base de un espacio iluminado por la luz del saber racional cuyo orden remite de alguna manera a la construcción de un espacio armónico y utópico. Lo que ocurre con esta “mesa” que se sitúa en la sombra, y aún en la espesura de un bosque, será que no irá aglutinando elementos armónicos, sino que su penumbra convocará objetos disimiles y heterogéneos en una sucesión dispar y caótica. Se congestionará así la edificación del ámbito de la utopía para dar paso a la realidad desapacible de lo distópico en donde no se vislumbran calles ordenadas sino la alteración de calles confusas y tenebrosas. En esta concreción astringente no habrá cabida para el lenguaje lírico sino más bien para un lenguaje sardónico signado por el prosaísmo y que parece avanzar dislocado de su propio eje.

Se camina sin entender por esta calle.
Uno la recorre
y va creciendo una desarmonía
entre lo que descubren los ojos
y el sentido de la mirada:
nunca has visto tanta vida junta,
tantas absurdas e insistentes criaturas
reclamando tu consolación.

Los animales aquí no parecen animales
sino fisuras,
relieves tal vez de otros seres
sin peso,
sin movimiento ni quietud,
leves o densos
porque están hechos de una rara materia
que es la de tu debilidad.

Recordemos que los poemas establecen la necesidad del arrojo y la de un salto hacia las aguas subterráneas. Esta será otra regla para el ingreso a lo oculto y otra orientación para entender la escritura del poemario. El poema “El molino” comienza con una imagen de abertura de sus puertas que semeja a la de una boca que se abre y a la salivación que se produce al masticar aquello que se recibe. “Debo saltar como si me lanzara a un río interminable: / el cuerpo tarda en caer / y yo escucho los ruidos y golpes de agua / en la boca del molino que me aguarda entreabierta”. Las “largas cuevas de carne” que se atribuye a la complexión del molino se describen, además, como la estructura interior de un organismo con estómagos, porque esta vez no será la cavidad de un ser que gesta y cobija sino la de otro que deglute y digiere el que recibe a este cuerpo que cae y que, en su “degradación”, será recubierto por una sustancia más sensible “vasta como una niebla encendida o una piel / que aún me cubre”. Porque como las cajas que mantienen un secreto, estas paredes del molino contienen las impurezas con las que modificará el cuerpo para generar sus conversiones, “triturando la insensible luz de afuera para volverla / un largo cuerpo espinoso”.
Creo que esta deglución y el bolo alimenticio que gravita en la boca y el estómago de un organismo, explican la imagen del circuito creativo que se sugerirá en el poema “Una mesa en la espesura del bosque”. En este poema, se sitúa a tres comensales que solo mastican, sin hablar, alrededor en una mesa instalada para ellos. Tienen la boca sellada y en realidad la boca no existe sino como una línea dibujada por el trazo de una tiza. Semejan la frenética actividad de monigotes o autómatas que llevan “los labios manchados y hambrientos”. Lo curioso es que si bien nada indica el ingreso para la trituración del alimento nada señala tampoco el proceso de deposición de lo masticado, delineando la esfericidad de sus cuerpos sin aberturas. Esta condición singular de un cuerpo sellado se anunciaba ya en “El talento y el poeta”, de Una casa en la sombra, en donde también se convocará la figuración de tres presencias, y donde se dirá acerbamente: “cose ya mi ano / mis párpados mi boca”, con la finalidad de contener en este cuerpo “los murmullos” que anuncien cualquier “rescoldo de verdad”. Pero lo revelador en “Una mesa en la espesura del bosque” será que los murmullos que encierran las bocas de estos tres comensales son la sugerencia de la masticación de una “carne ingrávida”. El poema “Asimetrías” define mejor la naturaleza de esta “carne sonora” como los ruidos de aire o de vidrio que produce la masticación de un “eco de carne”. Y esta descripción resulta sintomática del proceso de escritura que ha consistido en la “vocalización” de “ecos” y “repeticiones”, y que indica que lo que realizan estas tres presencias, en sus enajenados gestos de comensales, ha sido en realidad la actualización del poema. En estas tres interioridades han estado transitando los símbolos del poema, girando en los ruidos que producen sus bocas y que delatan el hambre insaciable por repetirlos. Disponer la mesa para tres comensales, “como si tres fuesen las personas / que justifican una mesa”, es señalar a su vez a los agentes que participan en el circuito de la creación y recepción de lo creado, en donde hay “un uno” que escribe la repetición de “un otro” que es su reflejo asimétrico, y “un tercero”, cuya presencia es presupuesta en el poema y que, como en este intento por parafrasear sus sentidos, participará también en el balbuceo de estas repeticiones.

Carlos López Degregori. Una mesa en la espesura del bosque. Lima: Ediciones Peisa, 2010.