Descubrir la poesía de Carlos López Degregori (Lima, 1952) fue una
experiencia inquietante por la inmediata fascinación que ejercía en mí su
universo tortuoso e íntimo al que iba adentrándome con sobresalto y tratando de
seguir la dirección imprevisible del furor de sus versos. Entonces rondaba
fascinado por los materiales diversos de la poesía de la década de 1980, en
donde la emergencia de “sujetos sociales” buscaba su correspondencia como
“sujetos textuales” representándose alrededor de poéticas de cuestionamiento y reivindicación.
Pero, a las propuestas del cuerpo femenino como un territorio de poder y
libertad, a la expresión diglósica de la migración andina y la elaboración del
lenguaje proscrito de las calles desde la marginalidad urbana, se agregaban además
otros poetas que seguían más bien una ruta individual y divergente, asumiendo de
forma distinta su vínculo con el trabajo poético. Entre esos poetas se ubicaba,
sin duda, Carlos López Degregori.
Lo que entonces me llamaba la atención era que mientras
el anhelo de parte de la poesía de 1980 apostaba por una escritura basada en el
habla de las calles, animada por un talente anárquico que recogiera las vivencias
de polución, hacinamiento y precariedad para captar la ruina social y la
desestructuración del país, la poesía de Carlos López Degregori –quizá
intuyendo que los cambios sociales alteran sobre todo la subjetividad y dejan
un sello más profundo en los procesos inconscientes–, se orientaba más bien hacia
una forma peculiar de testimoniar la realidad dolorosa de aquellos años. En Una casa en la sombra (1986), el sujeto
poético se ensimisma en su propio centro como un tramo de realidad oscura y
agitada, asaltado solo por desvaríos oscuros y devaneos de pesadilla que se
disponen en el papel con un ritmo nervioso y furibundo, como estribillos que se
agolpan según la asociación de las visiones que produce la alteración de los
sueños; porque, aunque las circunstancias sociales no se nombran, la sombra del
país está presente, asediando y abrumando la receptividad de quien escribe. Este
inesperado encuentro era para mí la confirmación de que el anhelo de un tipo de
poesía la podía concretar con mayor eficacia otro tipo de poética, y aún era una
nueva constatación de que otras formas, en apariencia armónicas y herméticas, podían
aspirar también a contener el caos.
Evoco esta experiencia de lectura porque, a decir
del propio Carlos López Degregori, los poemas de Una mesa en la espesura del bosque
(2010), su más reciente poemario, “devoran y resucitan” los motivos y
obsesiones que pueblan el espacio de sus anteriores poemarios; y pienso que,
entre los libros que reúne en su emblemática recopilación Lejos de todas partes (1994), es sobre todo Una casa en la sombra el que contiene los temas y preocupaciones
que se verán amplificados en estos últimos poemas: el desvelo solitario en una
habitación a oscuras, la reflexión simbólica sobre el oficio de la escritura,
la fijación ritual de las fechas, la sensación trémula de los sueños
angustiosos y el internamiento hacia regiones desconocidas donde transitan criaturas
de una mitología alucinada y doméstica. Aunque ahora, en este último libro, el tratamiento
resulte más contenido y reflexivo, avanzando hacia el ritmo y la extensión de
la prosa, se hace notoria la plenitud de su madurez creativa, a tal punto que Una mesa en la espesura del bosque podría considerarse la plasmación
del arte poética en la que ha desembocado la construcción de su obra.
Creo que esta reiteración de los elementos que habitan
una inmovilidad íntima produce, en Una
mesa en la espesura del bosque, una
extrañeza que podría explicarse por lo que Freud denominó la aparición de “Lo
siniestro” (1919), pues, una “casa siniestrada” es, precisamente,
una casa poblada por súbitas presencias y desapariciones en donde el término unheimlich
(siniestro, en alemán) y
su opuesto heimlich, comparten entre sí una carga
semántica que vincula la intimidad y el sosiego de un espacio habitado, con la irrupción
de lo sepultado y angustioso, y aún con la oculta impureza de los pozos y
letrinas. Por eso Freud dirá, siguiendo a Schelling, que lo siniestro es “todo
lo que estando destinado a permanecer en secreto, en lo oculto, ha salido a la
luz”. Lo siniestro sería, entonces, la aparición de algo desconocido que ha
estado reprimido, aunque esto “desconocido” encubra en el fondo algo “conocido
de antiguo” pero que se manifiesta enajenado debido a esta represión.
Como señala Freud, bajo ciertas circunstancias, este
sentimiento de lo siniestro puede generarse por la inexplicable repetición de
ciertos eventos. Una “repetición involuntaria” que padecemos
nos revelaría la presencia de una fuerza oculta que trae consigo un halo de fatalidad
o extraño designio, activando así los temores de nuestra vida anímica infantil.
Por ejemplo, cuando al caminar por un bosque frondoso, de pronto, una niebla densa
nos impide hallar el camino de retorno que siempre transitamos y que ahora buscamos
con insistencia sin llegar a orientarnos; o cuando, en una habitación oscura, avanzamos
hacia donde se encuentra la llave de la luz pero nos detiene un mueble con el
que chocamos una y otra vez.
En Formaciones de lo inconsciente (1979), Jung
dirá que estas manifestaciones que nos retrotraen a las visiones de temor del
mundo de los niños son, en realidad, estados síquicos compartidos por etapas humanas
primitivas en las que prevaleció una visión animista del mundo, y aún estados
profundos e intemporales que permanecen en el sustrato síquico de lo humano.
Para Jung éste es un lugar de excepción desde donde se accede a una “vivencia
primordial” que permite la elaboración de lo que llamará un “arte visionario”.
Y este arte se caracteriza, justamente, en el descenso hacia estas zonas
ocultas, hacia los abismos y fulgores de la conciencia humana y la experiencia
sobrehumana, porque al internarse en estas grutas de la gran matriz de la conciencia universal –en donde se
sitúa lo que aguarda y se cobija en todos nosotros–, el poeta estará tocando
“el alma de la humanidad”. Pero hay que señalar que esta primordial y angustiosa
aglomeración a donde el poeta accede es, a su vez, una turbulenta visión que no
puede captar en toda su amplitud. Esta inmensidad es un “telón cósmico” que lo
sobrepasa y las palabras con las que vuelve de esta inmersión serán apenas
rastros de este internamiento que, sin embargo, servirán para el
esclarecimiento o la destrucción de su época.
En Una mesa en la espesura del bosque estas
señales de la vivencia en la “esfera nocturna” y la intrusión de lo siniestro,
serán constantes. Se hará notoria además la disposición mental hacia un tiempo anterior
y suspendido en donde se transita por realidades trastocadas y cuya principal
movilidad ha consistido en pasar el velo que oculta la otra realidad de la
habitación desde donde se aguarda la aparición de aquello que se oculta y
revela. El punto de ingreso a este universo será el “pequeño animal de alivio”
que señala, en su apocamiento, la inmensidad de la dimensión por donde se transita,
y en el alivio, la finalidad de esta búsqueda de una identidad esencial y profunda.
Lo oculto no será entonces solo una irrupción impremeditada sino la búsqueda
voluntaria de un encuentro en donde el término “aliviar” evocaría así la
operación que indica el vocablo “soliviar”, su antiguo sinónimo, que hace referencia
a la acción de “levantar algo desde abajo” para que puedan ser avizoradas las
huellas de lo latente y escondido.
algo
moraba en el polvo agazapado en las cortinas
y los rincones
o
arrebujado en los muebles
como
un quieto animal sensitivo
que me contemplaba con sus ojos desmesurados.
Si
me tocaba algo inadmisible ocurriría.
Como señalan estos
versos del poema “El molino”, la aparición de lo oculto encarnará en la
enajenación agazapada de pequeños animales destinados a escarbar buscando
ocultarse y que solo se manifestarán con una temeridad muy precisa: llevan los
“ojos desmesurados”, son “animales cegadores”, tienen “las garras marcadas con
cicatrices, / el temblor de una extraña vida en los ojos”. Los poemas señalarán
las reglas para ingresar a esta dimensión alucinada que serán además los
rituales necesarios para ejecutar la escritura. Y una de estas reglas será el
reconocimiento de la insuficiencia de la visión, porque esto que hemos definido
como la súbita presencia de una concreción agobiante rebasará la constitución
normal de los sentidos. Como reflexiona Levinas en La huella del otro (1967), un “don abrumante” encontrará una
capacidad limitada para contener la fuerza de su aparición y exigirá dejar “las
huellas de su excedencia” en este cuerpo que lo contiene y al que desborda. En esta
esfera nocturna el “ver” ya no se vinculará con el “saber”, y solo la
mutilación de los ojos permitirá acceder a la “clarividencia”, que es la
necesaria turbación de la mirada para vislumbrar estos otros lugares y poder captar
sus visiones. Por eso, en el poema “Pequeño animal de alivio”, que inaugura el
libro, la victoria de una intensa noche de lucha y desvelo será poseer finalmente
esta mirada “atravesada de turbulencias”.
Acerco mi oído al pecho para escucharte,
pequeño animal de alivio.
Hundo mis manos para reconocerte
y la carne se abre como agua.
Es dolorosa y valiente tu piel.
Muerdes.
Chillas en mis dedos
y yo oprimo tu boca con toda la fuerza del mundo.
Tratas de resistir
pero
es inútil.
Aguardaré toda la noche si es preciso.
Insistiré hasta arrancarte
con tu rostro de yo mismo,
el cuello corto y grueso, el hocico achatado,
los ojos atravesados de turbulencias.
No sé si te llevaré prendido a mi cuello
como un trofeo feroz
o si te encerraré en mi casa
para
que cumplamos juntos el tiempo de los
remordimientos.
Tendré que aprender a respirar contigo,
pequeño animal de alivio,
me acostumbraré a dormir en tu lengua mullida,
a golpear
con tus cascos
todas las piedras y estrellas del cielo.
La escena, que copio
íntegramente, es emblemática porque indica no solo la lucha ante la aparición
de este pequeño animal sino que lo distingue como el reflejo deformado de sí
mismo o como el “otro” que habita en nosotros, y que en el imaginario del libro
conformarán sus propias “incoherencias” y “asimetrías”. Estos versos registran además
un breve momento de tensión en la resistencia de este pequeño animal al que finalmente
se le aprieta “la boca con toda la fuerza del mundo”. Más adelante, en otro
poema titulado “Una barca de piedras”, se reproducirá la misma confrontación
con una presencia de desvelo pero esta vez la opresión se cernirá sobre la mano
de quien escribe: “Ya pronto será de noche en esta ronda de humo. / Supongo que
oprimirás al fin mis manos / y me rogarás al oído / que deje de repetirte”. Estos
versos nos permiten presumir que al apretar la boca de aquello que lo refleja no
se está buscando cerrar sus palabras, ni entrar a los dominios del silencio,
sino acceder a “lo no dicho”, a aquello que espera al otro lado sin ser
nominado y a lo que no se diría con el lenguaje lógico, y por eso quien escribe
se resigna a acostumbrase a dormir en esta “lengua mullida” para que lo exprese.
Y, a su vez, esta opresión que sufre la mano de quien escribe no solo está
señalando el fin de la escritura sino la naturaleza de “repetición” de su
discurso. De esa manera se estaría indicando el inicio y el término del proceso
de una escritura basada en la “repetición” del dictado de una voz remota que le
pertenece y a la vez lo sobrepasa.
Esta reflexión se
elaborará con mayor claridad en “Unos guantes de cabritilla”, en donde se
cuenta la llegada de una cesta que contiene una mano que encajará perfectamente
en el antebrazo de quien dibuja. El poema hace mención a la actitud de una espera
y los guantes de cabritilla a la piel de un animal pequeño que se sitúa cubriendo
el misterio de una mano propia y ajena. Una mano que realiza con la otra mano
“lo único que pude / y debe hacer” que es re-producir una figura que emerge, no
desde el conocimiento diurno, sino desde la revelación de una oscura certidumbre.
Empecé
o
empezó a trabajar con los carbones,
a
llenar con una fervorosa caligrafía
el
aire y las paredes de mi casa.
No
sé de dónde brotaba el impulso que la movía
si
de mí
o
de un lugar anterior,
ausente
pero
de una voluntad incalculable.
Trazaba
siempre un animal de vieja piel acorazada,
la
carne invadida de bulbos y rugosidades,
un
cuerno en la frente para embestir la luz
y
muchos cuernos hijos
como
espinas atravesadas en el lomo,
los
cascos de tres dedos
apenas
posados en el suelo
porque
cada paso dolía infinitamente,
los
ojos densos,
de
redonda paciencia
como
los tuyos.
El poema cuenta que
en el siglo XVI el rey de Portugal Manuel I envía como obsequio al
Papa León X un rinoceronte, animal exótico e enigmático que por primera
vez llegaba Europa, pero que no arribó a su destino porque el barco que lo
transportaba naufragó en las costas italianas. Esta historia seduce a Alberto
Durero quien realiza su famoso grabado del rinoceronte sin haber visto su
figura real. “No lo hiciste para fijar una bestia desconocida / sino para
reconocerte a ti mismo / como un animal de alivio”, explica el poema, poniendo
énfasis no en la fidelidad de la reproducción de un referente nunca visto sino en
el vaciamiento de una forma que brota de las zonas desconocidas de quien lo
realiza y que, sin embargo, aflora como el reflejo más recóndito y esencial. Esta
afinidad con el procedimiento del dibujo, transparenta otra vez la mecánica de
la ejecución de la escritura en donde se produce una superposición de lo
duplicado: la de una mano a la que cubre otra “mano desorbitada” y la de un yo que
es desplazado por “el otro yo” que ocupa su mismo lugar, y que originan la reproducción
o “repetición” de un discurso que nace de una inducción misteriosa; porque
estas palabras que repite, quien escribe, no parecen pertenecer sino a la
voluntad de aquello que se manifiesta a través suyo para expresarlo. Esto crea
en el libro la imagen de la iluminación o el automatismo de un escribiente que registra
el “eco” de aquello que lo sobrepasa, lo piensa y expresa.
Valdría la pena
agregar que, si bien Freud señala que “lo siniestro” se produce con la
experiencia de repetición de un mismo suceso, entiende esta repetición también
como la duplicación de la propia imagen. Este desdoblamiento, producto del
narcisismo primario del niño y el primitivo, es una forma de darle permanencia a
la precariedad del ser ante un universo que se concibe como amenazante, en
donde los objetos y la naturaleza parecen insuflados de vida propia y en donde sus
acciones indican solo el mal designio y la fatalidad. Esto provoca en el
poemario una fuerte necesidad por fijar su tiempo y por fijar su imagen,
sabiendo además que, como se intuye en el poema “Como el más largo y solo
camino”, la confrontación con la proyección deformada del propio reflejo, simbolizado
en la “perversa inexactitud de dos corazones unidos”, será además la única ruta
por donde se accederá a la revelación de lo arcano. En algún momento de esta articulación
de duplicaciones, casi desapercibidamente, se sugerirá que así como el poeta debe
“acercar el oído al pecho para escuchar” al reflejo deformado de sus pulsiones,
Dios “debe acercar su oído a las paredes de madera” donde se cobija el poeta,
para acaso escuchar también la encarnación de sus reflejo desproporcionado. Creo
que al establecer la simetría de estas acciones, no solo se parangona estas dos
presencias en su consciencia de potencias creadoras (o se señala la compasión
de Dios que se inclina hacia un cuerpo abandonado), sino, sobre todo, se presenta
a Dios como el recubrimiento de una esfera última y concluyente, y a la insondable
voluntad de su mano como una cavidad sensitiva y vacía donde puede caber otra
“mano neumática y autómata / extraviada en los dedos invisibles de Dios”. Así este
universo obsesivo y obturado, centrado en la duplicación de la propia imagen,
será también el movimiento de múltiples cámaras y pasadizos, objetos contenidos
y objetos envolventes, que descubrimos, a su vez, alojados en otros pliegues y cavidades.
Duermo en esta caja
o esta caja duerme en mí.
Entre nosotros hay una igualdad de madera y carne,
un vértigo que nos confunde hasta hacernos indistinguibles.
Abro y cierro cada noche esta caja
y es como si en una música de vértebras
me abriera o me cerrara.
Giro el triángulo de hierro de la cerradura,
le doy infinitas vueltas a la llave
y luego me la trago para protegerla.
Resulta interesante ver
cómo esta propensión por escarbar para recubrirse y ocultarse, va descubriendo
cajas, pozos y madrigueras que tienen la cualidad de ser “un otro lado” donde
el tiempo queda suspendido. Los escondites huyen de la luz y duran solo un
tiempo determinado, y a menudo parecen esconder a un cuerpo enterrado vivo o ser
un cuerpo en cuyo interior habita otro cuerpo. El poema “Los escondites” borra enigmáticamente
los límites de este espacio de refugio: “En su esfera de aire amoroso el lado
izquierdo toca el / lado derecho, la mitad superior se confunde con la inferior”.
Señalando el desconcierto que une los extremos, similar al extravío de no
saberse dentro o fuera de la caja de madera, que indica la pérdida de la
distinción entre los límites del cuerpo propio y la realidad exterior, o la
abarcante proyección de un yo volcado a toda la realidad, que fusiona lo
subjetivo y lo objetivo en una materia enrarecida. Se sitúa así en la etapa
pre-edípica del “estadio imaginario” de la “fase del espejo”, que Lacan comenta
en sus Escritos 1 (1989), en donde el
cuerpo del niño no se ha disociado aún del cuerpo materno y, por lo tanto, no
se distingue la realidad de la fantasía –el mundo interno del mundo exterior–,
porque el infante es, en esta fase, un yo alienado signado por la descoordinación
de su cuerpo fragmentado que no se ha
reconocido aún como una unidad a través del reconocimiento de su imagen
especular para constituirse como un “yo”. En ese sentido, estas cavidades,
cajas, pozos y madrigueras, evocan la paradoja de un cuerpo que vuelve a
insertarse en el espacio solar materno del que nunca se ha salido. En el poema “Como si fuera todas las
olas” se menciona esta ligazón entre la imagen de la madre y la del hijo. Se
establece el circuito de un círculo donde transita el Deseo, la Luna y el Mar y
en donde, en el recorrido, el Yo se define como la Madre que fustiga el deseo
del Hijo quien, en el mismo recorrido, se define como la identidad del Yo que
anuncia la muerte de la Madre. La agitación del paisaje irreal contribuye a
esta confusión de identidades en donde el Yo se revela finalmente, y en todo
momento, como la Madre, el Hijo, la Luna, el Mar y el Deseo en la aglutinación
de una violencia que gira sin poder exteriorizarse y que se vuelca contra sí
mismo con la brusquedad y reiteración con la que pueden golpear las múltiples
direcciones de todas las olas.
Por lo hasta aquí
comentado, no resultará extraño que en el centro de esta atmósfera enrarecida del
poemario se sitúe a una “mesa” como el espacio donde se reproduce el orden del
universo creativo. Como indica Foucault en Las
palabras y las cosas (1974), siguiendo
a Roussel, la mesa simboliza el
espacio donde la ciencia ordena, establece y jerarquiza los elementos
homogéneos. Su tablero es la base de un espacio iluminado por la luz del saber
racional cuyo orden remite de alguna manera a la construcción de un espacio armónico
y utópico. Lo que ocurre con esta “mesa” que se sitúa en la sombra, y aún en la
espesura de un bosque, será que no irá aglutinando elementos armónicos, sino que
su penumbra convocará objetos disimiles y heterogéneos en una sucesión dispar y
caótica. Se congestionará así la edificación del ámbito de la utopía para dar
paso a la realidad desapacible de lo distópico
en donde no se vislumbran calles ordenadas sino la alteración de calles
confusas y tenebrosas. En esta concreción astringente no habrá cabida para el
lenguaje lírico sino más bien para un lenguaje sardónico signado por el
prosaísmo y que parece avanzar dislocado de su propio eje.
Se camina
sin entender por esta calle.
Uno la
recorre
y va
creciendo una desarmonía
entre lo que
descubren los ojos
y el sentido
de la mirada:
nunca has
visto tanta vida junta,
tantas
absurdas e insistentes criaturas
reclamando
tu consolación.
Los animales
aquí no parecen animales
sino
fisuras,
relieves tal
vez de otros seres
sin peso,
sin
movimiento ni quietud,
leves o
densos
porque están
hechos de una rara materia
que es la de
tu debilidad.
Recordemos que los
poemas establecen la necesidad del arrojo y la de un salto hacia las aguas
subterráneas. Esta será otra regla para el ingreso a lo oculto y otra orientación
para entender la escritura del poemario. El poema “El molino” comienza con una
imagen de abertura de sus puertas que semeja a la de una boca que se abre y a la
salivación que se produce al masticar aquello que se recibe. “Debo saltar como
si me lanzara a un río interminable: / el cuerpo tarda en caer / y yo escucho
los ruidos y golpes de agua / en la boca del molino que me aguarda
entreabierta”. Las “largas cuevas de carne” que se atribuye a la complexión del
molino se describen, además, como la estructura interior de un organismo con
estómagos, porque esta vez no será la cavidad de un ser que gesta y cobija sino
la de otro que deglute y digiere el que recibe a este cuerpo que cae y que, en
su “degradación”, será recubierto por una sustancia más sensible “vasta como
una niebla encendida o una piel / que aún me cubre”. Porque como las cajas que mantienen
un secreto, estas paredes del molino contienen las impurezas con las que modificará
el cuerpo para generar sus conversiones, “triturando la insensible luz de
afuera para volverla / un largo cuerpo espinoso”.
Creo que esta deglución
y el bolo alimenticio que gravita en la boca y el estómago de un organismo, explican
la imagen del circuito creativo que se sugerirá en el poema “Una mesa en la
espesura del bosque”. En este poema, se sitúa a tres comensales que solo mastican,
sin hablar, alrededor en una mesa instalada para ellos. Tienen la boca sellada y
en realidad la boca no existe sino como una línea dibujada por el trazo de una
tiza. Semejan la frenética actividad de monigotes o autómatas que llevan “los
labios manchados y hambrientos”. Lo curioso es que si bien nada indica el
ingreso para la trituración del alimento nada señala tampoco el proceso de
deposición de lo masticado, delineando la esfericidad de sus cuerpos sin
aberturas. Esta condición singular de un cuerpo sellado se anunciaba ya en “El
talento y el poeta”, de Una casa en la
sombra, en donde también se convocará la figuración de tres presencias, y donde
se dirá acerbamente: “cose ya mi ano / mis párpados mi boca”, con la finalidad de
contener en este cuerpo “los murmullos” que anuncien cualquier “rescoldo de
verdad”. Pero lo revelador en “Una mesa en la espesura del bosque” será que los
murmullos que encierran las bocas de estos tres comensales son la sugerencia de
la masticación de una “carne ingrávida”. El poema “Asimetrías” define mejor la naturaleza de esta
“carne sonora” como los ruidos de aire o de vidrio que produce la masticación
de un “eco de carne”. Y
esta descripción resulta sintomática del proceso de escritura que ha consistido
en la “vocalización” de “ecos” y “repeticiones”, y que indica que lo que
realizan estas tres presencias, en sus enajenados gestos de comensales, ha sido
en realidad la actualización del poema. En estas tres interioridades han estado
transitando los símbolos del poema, girando en los ruidos que producen sus
bocas y que delatan el hambre insaciable por repetirlos. Disponer la mesa para
tres comensales, “como si
tres fuesen las personas / que justifican una mesa”,
es señalar a su vez a los agentes que participan en el circuito de la creación
y recepción de lo creado, en donde hay “un uno” que escribe la repetición de “un
otro” que es su reflejo asimétrico, y “un tercero”, cuya presencia es
presupuesta en el poema y que, como en este intento por parafrasear sus
sentidos, participará también en el balbuceo de estas repeticiones.
Carlos López Degregori. Una mesa en la espesura del bosque.
Lima: Ediciones Peisa, 2010.