miércoles, 25 de mayo de 2011

Escaleras hacia los cuadros


El impredecible poeta Joe Montesinos Illesca (Lima, 1980) ha decidido desde hace un año fundar y hacer crecer su editora, Pájaros en los Cables Editores, que se inauguró con una muestra de poesía y narrativa de escritores villarrealinos: Otros villanos (2009), y que continúa, entre otros libros, con Cuervo iluminado (2010), dossier de poesía de jóvenes poetas de las distintas provincias del país. Estos materiales nos permiten apreciar su trabajo de editor, pero también rastrear el itinerario vital de sus intereses que oscilan entre estudios de literatura, psicología, diseño gráfico y talleres de pintura, como señalan las escuetas notas que encabezan sus inquietantes y dislocados poemas que descubrimos como parte estructurante del libro que ahora se anima a reunir y publicar: Guardián de acantilados. Oleajes pictóricos 1999-2008 (2010).
Como señalan las fechas del subtítulo, Guardián de acantilados congrega poemas que Joe Montesinos escribió en el lapso de diez años, donde obsesiones y constantes se agrupan en las secciones del libro, según las características comunes. Esta ordenación posterior es posible gracias a esta visión retrospectiva que va determinando una estructura que se desea compacta y una necesidad por fijar un ciclo creativo. Cada título de las secciones es una entrada a una obsesión precisa, con su resonancia sugestiva y desvariante: “Muro de contención”, “Musicalmente”, “La egolatría del orate”, “Un árbol que camina”, “Follaje” y “Ronda de faunos”, son rasgos que indican el clima de desvarío y desasosiego, así como la movilidad de una lógica desequilibrada con su agitación de violencia y desenfado, que harán brotar la música de fondo para la fiesta de símbolos que aprehenderá el cuerpo del poema. Estos, a su vez, registrarán en sus pies a menudo otros puntos que anclan en la experiencia vital del poeta: el año y los lugares de su escritura: Aruba, Caracas, Huancavelica, Junín y Lima, que revelan un viaje real y disímil, desde donde se extenderá el otro viaje cultural de los poemas. Por eso, resulta tentador leer en el subtítulo del libro, no solo la descripción de la situación espacial y temporal de la escritura (así como la mecánica de la creación que no se enmarca en un período de tiempo cerrado, acaso en una intermitencia creativa que parece surgir precisamente como oleajes), sino también como una descripción del funcionamiento interno del poema y de su apabullante “encimamiento” de imágenes, con su lógica quebrada y su belleza agresiva, que son el motor de una escritura: flujo y reflujo que parece surgir de la zona oscura de una mente contusa e iluminada.

Y ¿qué hacer mientras la medianoche
me sirve un plato de planetas rubios?
¿Qué hacer si yo también soy
un pordiosero de paisajes haciendo cola detrás de
esqueletos,
un papel arrugándose en el paso lento de mis dedos
y un pensamiento puro
en una cabeza que se acaba de golpear?
(“Tiempo”, p. 54)

Esta danza de signos de una lógica sacudida y su brote convocante irá adensando una atmósfera general en el libro y creando, además, un sistema de símbolos que sustentan la necesidad de una yuxtaposición en los poemas, cuyos versos, como sugerirá Montesinos, semejan a “escaleras” que conforman “cuadros”, donde cada imagen será como un peldaño en la configuración de un cuadro movible: árboles viajeros y sin arraigo, paredes y ventanas errantes, nubes de la madrugada, sombreros amplios, corbatas, hormigas, cuervos iluminados y sonrientes, trenes nocturnos, se mueven entre odaliscas, góndolas, apsaras, Beethoven, didjeridoos, Haydn, Armstrong, heliotropos, en Nazca, Nairobi, Caral, Perth, Sapporo, Malmö, Francia o Saturno, generando un espacio de encuentro que ignora con naturalidad cualquier jerarquía o distancia (de allí que no sea raro que a este caminante lo detenga una puerta en el pasadizo agobiante de Münch y que la mujer que ama desaparezca de pronto bajo la ola encrespada y terrible de Hokusai). El viajero real se duplica en el viajero geográfico y cultural del poema, y se construye como un viajero mitológico, similar al “Ulises, el rey de las escaleras”, a quien menciona en un tornasolado y enigmático poema. Así, esta movilidad vehemente en el espacio exige a la vez una vehemencia en la dicción que no rehúye a la desfachatez del balbuceo, al arrastre de las consonantes, al silencio, al estornudo, a los bostezos, al silbido melancólico o a la desintegración de las palabras, como ocurre en “Movimiento cerúleo”:

Yo seré a tu lado un siniestro bello azul
pez prismático de silencios
a tu lado una bala despacio que cuelgue de tu cuello
como un nenúfar de piel
A tu lado un guardián de ojos
de acantilados
y un príncipe de mendigos calvos
A tu incendio leña patinando hasta tu dá
gorgojeo en hojas-piedras de mi biografía malavida
Seguramente tu costado husmeará las
y las semillas no regresarán al árbol de
a tu lado un cinturón de castidad me atrapar(á)
azulado me quedaré en estatua.
(“Movimiento cerúleo”, p. 15)

Pero esta dispersión de símbolos no enrarecerá solo el aire de la vivencia cultural, sino que sus ritmos, colores y arrebatos descenderán como una nueva piel a la limpidez de un cuerpo, constante punto de apelación de la voz del poema: el cuerpo que va desintegrando, deshojando y limpiando para luego cubrir y vestir de las imágenes que lo multiplican y que terminan transformándolo en un “cuerpo de mapamundi”, rodeado por dos grandes extremos envolventes: el mar, como fuente inconsciente de los oleajes, y el cielo, como fuente buscada de poesía. Así, este sistema de símbolos trae consigo un sistema de pensamiento: el de la trasmutación y la insuficiencia del ser, el del agobio ante la inmovilidad y el intento por definirse, que le permite ser a la vez todo y nada, en un juego que parece avanzar al filo de una abismante precariedad. Y es quizá, por ello, que debajo de este enramado destellante, se puede descubrir la oculta certeza de un hombre inmóvil y solitario, que se sabe uno y no vario(s), y que parece tomar conciencia de que las trasmutaciones de sí mismo surgen solo bajo la oscuridad de sus párpados, y en la figuración y el ensueño que generan sus poemas, ante un peligro que lo dejaría situado y expuesto nuevamente en la realidad: despertar de pronto.

no me pregunten en mi remanso de sábilas
a dónde voy erizo o herbario
no me distraigan el terremoto de mis cabellos
con riachuelos tristes
no me eches sarampión mujer hermosa
en pleno camino a tocar el mundo con mis dedos
no me ames con tus yemas de aguafuerte
no te diluyas de girasoles en mis atardeceres
porque tan solo soy un hombre solitario
a punto de abrir los ojos.
(“Kamikaze”, p. 11)

Sin embargo, estos rasgos, que lo vinculan a la región del inconsciente y al arte surrealista, no lo mantienen atento a una escritura automática, sino, más bien –como escribe Montesinos para definir otros textos– a “una fuerza evolutiva” que genera la multiplicidad simbólica del poema. La poesía de Joe Montesinos se emparenta con el arte visual y la música (la ensoñación y el ritmo detenido de Cocteau Twins), con la dislocación versal de César Vallejo y su solidaridad humana (que en Montesinos se sensibiliza ante los mendicantes, orates y vagabundos de las calles, signados por la exclusión y la marginalidad, pero también por su libertad ante toda convención social de convivencia); pero se relaciona, sobre todo, con la plasticidad de José María Eguren y de Jorge Eduardo Eielson, dos poetas vinculados, como él, a la pintura y a la naturaleza. Por eso, la poesía de Montesinos no solo toma de la pintura sus colores veteados y sus técnicas, con sus garabatos de luz, sino también la presencia inconsciente de imágenes plásticas que la escritura convoca.
Múltiples son las imágenes que aglutina la voz del poema para definir su cuerpo y el viento de sus sueños, pero acaso la imagen más íntima que nos revela, en última instancia, como una muestra inherente de idealismo, sea la de un cuerpo azulado y solitario, abandonado al silencio y la melancolía de un espacio vacío y concentrado (y el ritmo de la distribución del libro sigue esa misma resonancia inmóvil y espiritual, agrupado en golpes simbólicos de seis), y cuyo contrapunto de equilibrio y alteración es un cuerpo femenino de colores anaranjados y encendidos, con toda su referencia de carnalidad y deseo; el color que, curiosamente, es el opuesto al azul en el círculo cromático de los pintores (porque Montesinos pinta con palabras intensas y lisas). Quizá, por eso, la poesía, que busca constantemente asomando el rostro al cielo, aflore de pronto con toda la contundencia de un cuerpo tentador.
Complace observar que con su primer libro, Guardián de acantilados, el poeta Joe Montesinos afianza su labor creativa y editorial con la misma vitalidad y desinterés de las aves que se posan en los cables, desprevenidas ante cualquier descarga de alta tensión. Cito un fragmento del terso y desolado “Guardián de acantilados”, poema que da título al libro y que resume, en su conjunto, todas las hebras que se agitan en cada escala impetuosa del poemario:

Rocas, caracoles desperdigados me miro afuera,
ahora que nadie calma la sed de las paredes, ni un teclado
ni un dibujo obsceno,
tampoco como quisiera mi madre para burlarse
porque ya no llevo pantalones
sino solo un cuerpo similar a la tormenta.
Rocas de colores dando vueltas por el mundo erizo
y el arte va a cuatro patas jalando mi cuerpo,
un bosque de marfil,
una muralla de manos pintoras muertas de hambre.

Y en el sol un molusco sucio de viento,
una niña de trenzas en las ventanas del cielo,
o unas trenzas de cielo en las ventanas de una niña,
un avión en retro, un silbido de mujer
desnuda, es decir un poema,
palabras que desfilan en los acantilados donde
me agito como un gato que nunca cae de pie
y me hago sombra en la última pared del camino.
(“Guardián de acantilados”, p. 70)