viernes, 1 de abril de 2011

El silencio y sus metáforas


El XII Premio Internacional de Poesía Generación del 27 llega en momentos en los que a la escritura de Eduardo Chirinos lo asiste una madurez serena y sin aspavientos, y Mientras el lobo está, el libro premiado, es la más peculiar comprobación de esta etapa creativa. Si todos sus libros van formando un proyecto de ramificaciones, éste es un punto de confluencia que contiene y clarifica las preocupaciones de sus libros anteriores y que, probablemente, iluminará el camino de los que lo sucedan. Mientras el lobo está se inicia con unos versos de «Paseo nocturno» de W.H. Auden que anuncian dos de las constataciones que se identificarán en el libro: el saberse desprevenido ante el asedio de la muerte y el encontrarse en la mediana estación de la vida. Por eso, la mirada que se reconoce en estos versos, vuelve sobre sí misma para señalar su condición física y sobre personas que en determinado momento descubre de la misma edad, y en especial a la figura paterna. Pero el conflicto ante una fuerza superior, y la necesidad de afirmarse, se han disuelto en un asombro curioso: «Y el tiempo pasa / sin hacernos más sabios. Pronto cumpliremos / la edad de nuestros padres. Pronto nos / convertiremos en nuestros propios hijos». Por eso, en las pocas menciones mitológicas que el libro recoge, el recuerdo del padre no estará asociado a la avasallante figura tiránica de Júpiter, sino a la ambivalencia benefactora y drástica de Plutón, a quien reclama, entrelíneas, el rapto de Proserpina. No es difícil asociar esta mención del padre familiar con la existencia de los «padres literarios» que habitan los poemas, pero acaso resulta más acertado señalar estas menciones como actos de vindicación, formas de recuperar lo que le pertenece, en la identificación con poetas con quienes siente afinidad creativa y a los que rescata de la poca valoración, la indiferencia y el olvido. Por eso elabora reflexiones y percepciones alrededor de José García Villa, Juan Gonzalo Rose, Ernesto Cardenal, Rubén Darío, entre otros poetas.
Creo que quizá esta extrañeza de asumir la edad del padre, o el de descubrirse padre e hijo a la vez en un punto del tiempo, es lo que ha activado la ronda de recuerdos y señales de un mundo familiar anterior que se instala en su vida doméstica actual buscando explicación. El padre cuyo mundo no descifra, la madre pendiente del padre, la afinidad con el hermano, el reino de la hermana Claudia, al lado de la vida doméstica con Jannine, los viajes y peregrinaciones por calles, los poetas que descubre en las librerías, los comentarios a cuadros, las lecturas y las enseñanzas a sus alumnos, nos van permitiendo ahondar en la imagen de dos circuitos de vida que se aúnan en las preocupaciones de un poeta que aspira, en el fondo, a dejar una leve e imperceptible huella de vida para quien sepa mirar en sus versos. Porque el destino del poeta dependerá de esa mirada que le restituya un nombre: «Los poetas / no tienen nombre. Solo escriben unos versos, / se mueren como todo el mundo. Y se sientan / a esperar».
Conviene señalar que estos trazos de vida, aunque laten debajo del poema y lo alimentan, están más bien ocultos, «oscurecidos por el lenguaje». No resultará extraño comprender, por eso, que la evaluación de sí mismo, en este ahondamiento interno, implicará la evaluación del lenguaje. Estos son «manchas» que van cubriendo el mundo, y entre los territorios de luz y sombra que van dividiendo, la percepción poética elige el espacio de penumbra. Es interesante notar cómo, a lo largo de sus poemarios, Eduardo Chirinos ha ido asimilando su poca capacidad auditiva a su sistema expresivo, a su manera de relacionarse con las palabras, y su envés de silencio, que lo visitan en su oscuridad íntima, a veces transfiguradas, a veces con una verdad más profunda, pero siempre enmascaradas de travesura. Porque esta dañada capacidad para captar los sonidos del mundo lo mantiene aislado pero no enclaustrado en la amargura, sino cedido a la música del juego y la sabiduría. Mientras el lobo está recoge este vínculo incesante en «Arreglo de cuentas», y una imagen curiosa sobre el silencio en «La salud de los poemas», equipara las palabras a incisiones, cortes, quemaduras, heridas que hablan en el cuerpo del poema. Esta caracterización somática del poema es interesante, como constante es la fijación orgánica en la introspección del poeta. El poema «Los vencejos se aparean en el aire» se encarga de caracterizar el recorrido de su audición:

El caso es que se sigue repitiendo. Lo oscuro
huye, cede a su pasión por lo más claro. Sé de
memoria el recorrido: la sordera de siempre, el
cerrojo, la risa inevitable. Al revés también
ocurre: lo claro brilla y brilla hasta aguzar el
oído, la insoportable tempestad de agujas.
Apago entonces cualquier lámpara, me hundo
irremediablemente en el silencio.

Este confinamiento en la oscuridad y búsqueda de lo opaco propicia, justamente, el destello misterioso de las palabras y la activación de una música remota, como señala en una bella imagen: «un ángel apoya su sien contra / la mía y canta la canción que ignoro». Esta música que ignora será la clave para la construcción de sus poemas, es la música que convoca palabras, los recuerdos que reclaman una cadencia, el «espesor fonético», «el fervor rítmico» al que hay que adecuar un contenido. El oído está clausurado para los ruidos del mundo, pero su oscuridad acoge el rumor de esta música producida por la cultura de siglos. Además, el ojo ha aprendido a descubrirla en el ritmo de la escritura. Aquel ojo que se declara cedido a la «presbicia», aquella visión desenfocada al aprehender las formas, la pérdida de la nitidez, y la buscada bruma, desde donde brotarán otras claridades. Es por eso que el libro señala al ritmo como parte esencial de su estructura. De esto se dieron cuenta con extrañeza el jurado al decir que «tiene una sorprendente resolución formal, no es el típico libro, con los ritmos a los que estamos acostumbrados en la poesía última española, parece que los autores del otro lado manejan otro tipo de sonoridades del lenguaje». Y esto podría suceder porque estos poemas, de movimiento dúctil y coloquial, con líneas largas que lindan con la prosa y de estructura cerrada, por momentos, traen segmentaciones raras que quiebran los versos resaltando en sus bordes verbos, artículos, conjunciones, pronombres, preposiciones, pequeños rastros e impurezas que generan un ruido singular que contrastan con la armonía evocativa del poema.
Esta rara segmentación, y el espíritu que lo anima, podría explicarse por el poema «Breve tratado de estética», que es un comentario al cuadro «Las tres edades del hombre» de Tiziano, y más aún por los cuestionamientos de quien examina el cuadro. «Para comenzar los reparos: demasiada / luz, la línea delata corrección académica / o simplemente ganas de agradar al maestro». La mirada de quien comenta el cuadro encontrará en la enumeración de estos errores el revés de una virtud, pues ya sabemos que Eduardo apagará la luz de la lámpara para esperar las palabras en silencio, y que, desde su primer libro, será indiferente a los aplausos o las pifias de los maestros. Eduardo une los extremos, pues descubre que lo sublime «se hunde en lo ridículo» y que lo «sublime es además agresivo», y por eso el poema es dosificado constantemente por el «asomo de error que nunca falla». Pero quizás estos «ruidos», que en realidad son pausa y silencio, que contrapesan la corrección y la gravedad de los versos (ya antes había escrito del ruido como una terapia contra la melancolía), tengan su razón de ser en la obediencia a esa música de significantes que busca significados, pues, como sabemos, toda segmentación agrega significación al poema, y por lo pronto, estos raros quiebres de la unidad sintáctica son leves huellas de alteración anímica en la serenidad del poema. Son puntos de apoyo que luego acelerarán las distintas direcciones que tomarán los recuerdos, dotándole, curiosamente, de fluidez y ductilidad al pensamiento, y acentuando una respiración trabada que quizás aspira a latir ante los ojos con la nitidez de una piel, pues las palabras se revisten de «temperatura y tono».
Esta idea de lo cotidiano y natural que es la poesía, que se encuentra en Mientras el lobo está, es la manera de Eduardo Chirinos de hacer de lo cotidiano un tema poético a través de un estilo que se sostiene en la sencillez, la contención y el humor desaprensivo. Creo que es precisamente esta forma de naturalizar la poesía lo que lo lleva a poetizar los recuerdos más «deleznables» en donde se asentarán sus sueños, visiones y su agudeza intelectual. Desde este punto de vista, Mientras el lobo está confirma la afirmación de Eduardo cuando manifiesta que los ensayos, la poesía, los relatos y las traducciones son manifestaciones de un solo proyecto de escritura, que es en realidad una sola manera de concebir la literatura o de escucharla y de vivirla cotidianamente. Esta es la certeza que se va imponiendo al escuchar sus recuerdos cubiertos de imaginación, o sus visiones teñidas de recuerdos que auxilian sus confidencias o sus apariencias de confidencias. Pues contrario a la convicción de querer reflejarse con sinceridad ignorando las artimañas y el falseamiento del lenguaje, asumir esta mediación-ocultamiento-revelación del lenguaje es la manera más profunda que Eduardo Chirinos ha encontrado de descubrirse. Además, sin la gravedad de la Cultura, con mayúsculas, pues encuentra señales que lo explican, aún en las canciones de la infancia. Porque si una mirada se reconoce con asombro colocado en la edad del padre, descrito sutilmente como una imagen de severidad; la otra mirada observa a un niño, colocándose el asombro de su visión, perpetuando dos edades, como una forma de cerrar círculos tan leves y vacilantes. En una entrevista anterior al libro, Eduardo menciona que la infancia es un «niño-lobo» que salta en tu edad adulta y que nos recuerda que siempre estuvo al acecho. Obsérvese el rasgo desapacible de la comparación porque, como explica Eduardo, en su otro cariz, la imagen del lobo trae la sombra de la muerte que es la amenaza de la destrucción del juego al que a la vez activa con su acecho.

Eduardo no ha tenido otra forma de definir su dedicación a «los largos oficios inservibles», como la asunción de una «fatalidad» a la que no le queda sino someterse. A mí me gusta pensar que la solidaridad ante la visión del padre como un niño apartado e indeciso por ingresar al juego de otros niños, se produce solo por la identificación de una propia infancia solitaria y oculta, temerosa también de entrar al ritmo del mundo que a la vez lo ignora, porque quizá ya desde entonces la poesía lo ha señalado hacia un destino distinto de fatalidad, pues, como señala la misteriosa frase, «la fatalidad te hace invisible». Y creo que la incesante fidelidad de Eduardo Chirinos a la poesía es la respuesta que le brinda a esta infancia descolocada e insegura, la forma de decirle que esta dedicación le ha otorgado una nueva manera de colocarse en la realidad, al menos hasta que dure el juego y el lobo está.  

Texto leído en la presentación del poemario, realizada el jueves 13 de enero del 2011, en La Noche de Barranco.
Eduardo Chirinos. Mientras el lobo está. Madrid: Visor Libros, 2010; Lima: Editorial Mesa Redonda, 2010.